El mundo maravilloso que creía haber descubierto de pronto pareció que se esfumaba delante de mis mismas narices. Así, sin más.
Un espejismo tarde o temprano ha de desaparecer.
Sin embargo yo me rebelaba ante esa odiosa y tangible realidad. Aún no había disfrutado de Nazaret y todo conspiraba para arrebatármela: primeramente mis circunstancias de hombre casado, y después la maldita dolencia cardíaca de Nazaret. ¿Qué otra cosa podía salir mal? ¿Cómo podíamos tener tanta mala suerte?
Nos parecíamos a los sufridos protagonistas de una novela cuyo autor era un verdadero sádico.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —pregunté, luchando por mantener a raya el llanto, sin mucho resultado.
—¿De qué habría servido? —dijo Nazaret a modo de respuesta—. Solo preocuparte antes de tiempo y de manera innecesaria. Habría sido una estupidez.
—Yo no bromearía con eso.
—No bromeo —aseveró Nazaret—, pero de alguna manera he de hablar de ello sin volverme loca.
Se me acercó pausadamente y se colocó delante de mí. Yo continuaba llorando a pesar de mis heroicos esfuerzos por controlarme; mis ojos permanecían clavados en el suelo, negándose a mirarla.
Estaba muerto de miedo, y tan desolado que me era imposible racionalizar lo que me estaba pasando. Sencillamente acababa de caer en un abismo oscuro y sin esperanza.
—Por eso no querías que tomase una decisión precipitada —deduje en voz alta—, para no abandonar a mi mujer ni quedarme solo si tú... —No pude continuar. La voz me fallaba.
—Por eso elegí esta casa —me aclaró Nazaret, acariciándome amorosamente las manos—. Por eso te elegí a ti. Por eso no quiero que decidas nada de lo que luego puedas arrepentirte.
Por fin reuní el valor necesario para levantar la mirada. Las lágrimas me enturbiaban su imagen, pero aun así adiviné una sonrisa cariñosa en sus labios y un brillo de amor en sus pupilas. Todo su ser irradiaba una incomprensible paz.
—No podría arrepentirme nunca de haberte conocido.
La sonrisa de Nazaret pareció volverse burlona de improviso.
—¡Oh, vamos! Hablas como si ya te hubiera dicho la fecha exacta de mi muerte. —Soltó un suspiro que hablaba de resolución, incluso de desahogo—. Relájate, haz el favor. No es tan grave.
—La posibilidad de morirse de repente es bastante grave, Nazaret.
Ella dejó escapar otro suspiro, uno falsamente hastiado; adiviné que debía estar muy harta de tener que explicarle aquello a todo el mundo, para ver siempre la misma reacción: temor, tristeza, sobresalto, cólera. Yo había pasado por las cuatro fases en cuestión de segundos.
—¿Y cómo quieres que me lo tome? Lázaro, estoy muy cansada de vivir con miedo.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...