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Al llegar del trabajo me encontré con que la casa estaba maravillosamente vacía. Ana me había dejado una nota en la puerta del estudio que decía:

He salido a tomar unas copas con Carlota y con Claudia. He tenido un día duro en el trabajo y necesito desconectar un poco.

Volveré tarde.

Te quiero,

Ana

Arrugué la notita y la tiré aliviado al cubo de la basura. Pocas cosas había en el mundo que me gustaran tanto como la ausencia de mi mujer en casa; es triste, pero no por ello menos verdadero. Una casa donde falta la persona que origina los problemas se convierte en un hogar confortable.

El silencio era agradable y el ambiente fresco, perfecto para un hombre harto de servir cerveza y aperitivos, harto de las impertinencias de todos aquellos vejestorios de la residencia anclados en la posguerra, y harto, sobre todo, de las bravuconadas de Mateo. Si ya soportaba mal las riñas de Ana, aún soportaba peor las idioteces que rebuznaba su padre; a menudo me invadían unas ganas irrefrenables de partirle la cara, pero la ética es muy puñetera y siempre hace acto de presencia cuando uno está a punto de perder los estribos. Lo único que me frenaba era la estúpida certeza de saberme mejor persona que él. Si le agredía estaba poniéndome a su nivel, cosa que no deseaba.

Así estaba yo, apretando día a día los puños y dejándome los nudillos blancos, respirando hondo y repitiéndome a mí mismo que podía buscarme yo solo la ruina si hacía alguna locura. Ganas no me faltaban, como digo.

Sin proponérselo, Ana me había hecho un gran favor al dejarme solo; tenía tiempo para pensar, para relajarme, para desmenuzar mis propios sentimientos y para encontrarme a mí mismo.

Aunque mis ganas de encender el portátil y conectarme a A.O.L. eran fuertes, primero tenía que ver cómo estaban mis matas de perejil. Últimamente me había parecido ver moscas blancas. Maldita humedad. A la jardinera no le estaba dando la suficiente luz del sol, y a consecuencia de ello la planta corría el riesgo de enfermar.

Salí a mi pequeño huerto urbano en la terraza y recoloqué la jardinera del perejil en un sitio más soleado.

Después hice lo que verdaderamente me pedía el cuerpo: encerrarme en mi estudio, despelotarme —solía pasear desnudo o casi desnudo por la casa cuando nadie me veía, ni siquiera Ana—, y encender el portátil.

Tuve que esperar unos minutos hasta que el vetusto artilugio estuvo en condiciones de uso. Al poco me senté en la butaca, entré en internet, tecleé «A.O.L.» y esperé. Pasado medio segundo escribí mi contraseña en la página. Enter.

El caos era monumental. Multitud de mujeres habían intentado contactar conmigo enviándome invitaciones para chatear. Las había de todas clases: guapas, feas, gordas, flacas, delicadas, toscas... El mosaico humano era impresionante.

A mí, sin embargo, solo me interesaba una.

Y casi brinqué de alegría cuando vi que uno de los mensajes era de ella. Nazaret. 

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora