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A lo largo de los días siguientes estuve chateando con Nazaret Alcázar mucho más de lo prudente. Trataba de disimular cuando Ana estaba conmigo, pero en cuanto se alejaba de mí, mis ojos se clavaban en la diminuta pantalla del móvil y mis dedos tecleaban respuestas para ella. Ana preguntaba de vez en cuando, como si de alguna manera sospechase que yo no estaba como siempre, que algo en mí había cambiado. Mi mujer, aunque cándida y generosa, también era astuta y suspicaz. Su hipermnesia también agudizaba su desconfianza.

La maldita costumbre de pelear por todo regresó con mayor fuerza que antes. Ana me reñía por mi falta de orden, por mis silencios, por cualquier comentario controvertido que yo hiciera. Discutía por las cosas más nimias. Y yo, naturalmente, no me quedaba callado; así, los enfados de mi mujer cada vez eran más largos. Sus intentos de hacerme sentir culpable se volvían día tras día más odiosos. Yo quedaba como un desaprensivo y un maltratador, como siempre.

Las mujeres pueden ser increíblemente imaginativas a la hora de hacer daño psicológico a sus hombres.

Aquellos días confieso que me sentí maltratado por Ana. No sabía con exactitud por qué se comportaba conmigo de forma tan ingrata, y lo peor era que no me importaba demasiado. Si se enfadaba, ni siquiera intentaba adivinar el porqué; sencillamente aguardaba a que el cabreo terminara almacenado en su base de datos, hasta la próxima ocasión que pudiera sacarlos a la luz. Todo un prodigio del cerebro femenino.

En vista de que ya disponía de la app de AOLine para charlar con Nazaret, dejé de necesitar ir a la biblioteca o conectarme en casa, si bien la enorme curiosidad que sentía por la mujer de los libros no desaparecía. Yo continuaba guardando los papeles que ella me había dejado en la sala de lectura. Empezaba a echar de menos el juego tácito de miradas en el que participamos ambos.

Pensé en volver a la biblioteca alguno de esos días que libraba, pero algo en mi interior me impedía hacerlo, una voz débil pero insidiosa que me advertía del peligro de traicionar a Nazaret. ¿Era posible que estuviera pensando que le estaba siendo infiel a una desconocida? ¿En qué locura estaba cayendo?

El último día de aquella semana decidí sacar de nuevo el tema de vernos en persona. Desde la primera vez no habíamos vuelto a hablar de ello, y yo me moría de ganas por hacerlo, al igual que me moría por saber si en algún momento Nazaret me elegiría para ser su nuevo amante virtual.

Lo gracioso es que ella nunca me mandaba fotos de sí misma. Ni un dedo. Nada. Por tanto, yo tampoco lo hice; quería esperar a que fuera Nazaret quien diese el primer paso.

Pero la muy perra se escondía magistralmente, y yo me quedaba a diario con el deseo insatisfecho.

Por otro lado, bajo ninguna circunstancia deseaba que me viese como un pene con piernas.

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora