143

89 11 0
                                    


En aquella ocasión fui yo quien la guió a ella al interior de la casa, y no al contrario, como era costumbre; me sentía lo bastante audaz y seguro de mí mismo como para tomar las riendas no ya de mi propia vida, sino también de nuestra relación. Mi evidente pusilanimidad había contribuido a transformar mi matrimonio con Ana en un infierno, de modo que no estaba dispuesto a permitir que mi secreto romance con Nazaret se fuera también al carajo por esa misma causa.

Me jugaba demasiado.

No quise llevarla al cuarto; allí ya habíamos hecho el amor y había sido maravilloso, pero con ella me apetecía probar otras cosas.

Entramos en el cuarto de baño tropezando con nuestros propios pies. Sin saber apenas lo que hacía, corrí la cortina de la ducha y giré la manivela del grifo.

Durante unos segundos el agua salió gélida, pero después fue calentándose paulatinamente hasta volverse fuego líquido. Entre besos y lametones regulé la temperatura del agua. Nazaret empezó a desvestirme y yo con ella hice lo mismo.

Una vez desnudos nos metimos juntos bajo el humeante chorro de agua; un escalofrío de placer me recorrió el cuerpo desde la nuca hasta las pantorrillas.

—Nazaret... —murmuré, acariciando sus mejillas y contemplando su rostro, sereno y sonrosado—. Mi Nazaret...

—¿Qué te pasa? —me preguntó ella con increíble dulzura.

—No puedo creer nada de lo que me está ocurriendo últimamente. Contigo me parece estar en el cielo, y cuando llego a casa...

Nazaret me hizo callar posando los dedos de su mano sobre mis labios.

—No pienses en eso ahora —me dijo, tras lo que acercó su cara a la mía y me besó como solo una mujer enamorada podía hacerlo.

No existen palabras para definir cómo fue aquel beso; cualquier posible descripción enturbiaría mi recuerdo.

Mi alma se incendió de golpe y mi corazón se puso a mil por hora. Tenía que ser capaz de olvidarme de mi vida mientras estuviera con Nazaret. Por ella. Por mí. Por el amor que nos unía.

Bajé las yemas de los dedos por las suaves curvas de su espalda y llegué a su trasero. Aquellas nalgas, redondas y llenas como las de La maja desnuda, eran mías. Mías para hacer con ellas lo que me viniese en gana.

La alcé en mis brazos para reclinarla en la pared. Ella me miró con expresión salvaje, deseosa.

Supe de inmediato lo que estaba diciéndome. No quería que yo fuese débil ni que me dejara arrastrar por la tediosa inercia de la vida. Quería que yo renaciese de una vez por todas.

La dejé aprisionada entre la pared y mi propio cuerpo, y cuando separó las piernas para rodear con ellas mis caderas la penetré de golpe. Bajo la cascada de agua caliente, el goce del sexo se intensificó hasta enloquecerme.

Ella comenzó a gemir y yo a jadear. Nazaret levantó la cara y, emitiendo un aullido animal, alcanzó el orgasmo.

Y yo, poco después, me derramé en su interior.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora