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A mi triste y hermoso hombre herido:

La verdad, no creo que nadie sobre la faz de la tierra encuentre sencillo lo que yo estoy intentando hacer. Redactar una carta de despedida no puede ser sencillo.

Bien, empezaré por el principio. Tal vez te hayas preguntado alguna vez por qué no he hablado nunca de mi familia; la razón es que no me queda vivo ningún familiar. Mi padre murió cuando yo era un bebé, mi madre sufrió una muerte súbita a consecuencia de su cardiopatía isquémica hace ahora nueve años, y todos mis abuelos fallecieron relativamente jóvenes. El profesor Calasanz es lo más parecido a un abuelo y a un padre que he tenido. De ahí que le tenga tanto cariño. Daría mi vida por él.

Ésa es la causa de que siempre haya querido estar sola. La soledad me ha permitido disfrutar de una existencia tranquila, pero anodina y gris. En otras palabras: yo he sido otra muerta en vida, como tú.

A menudo te has llamado a ti mismo renacido, y no es falso; ahora me doy cuenta de que yo también lo soy. Sin saberlo, he resucitado contigo.

Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto de la vida, del amor, de las pequeñas cosas y de la alegría de lo cotidiano. Me siento muy afortunada por haberte conocido, Lázaro.

No pretendo con esto quitarte el sentimiento de culpa que debes de tener ahora mismo; te conozco lo suficiente para saber que no estarás nunca en paz contigo mismo, por todo lo que quieres decir siempre. No es competencia mía cómo puedas sentirte.

Solo quiero darte las gracias por haber aparecido en mi vida, por haberme dado tanto amor sin haber pedido nada a cambio, por haberme sacado de mi aletargamiento. Nos hemos hecho renacer mutuamente, y ¿qué puede haber más bonito que alcanzar una nueva vida llena de luz y de dulzura?

Hasta hace unos meses mi existencia ha sido una simple sucesión de días y noches, todos iguales, todos aburridos, todos detestables. Y has tenido que aparecer tú para hacerme despertar.

Por eso te doy las gracias, de todo corazón.

También te preguntarás cómo podía saber que iba a morirme. La respuesta es fácil: mi abuela y mi madre murieron de forma repentina. No dio tiempo a que pudieran ponerles un tratamiento. No resultaba muy complicado adivinar que tarde o temprano a mí iba a ocurrirme lo mismo.

En previsión de esto, hablé con el profesor y le pedí, primero, que fuera mi albacea, y segundo, que te hiciera llegar esta caja. Ya habrás visto que te he dejado el libro de Mostaza, mi diario, un disco con mi música favorita, el testamento y esta misma carta.

La palabra escrita es algo mágico, hombre herido. Sé que nada podrá sustituirme nunca, ya que cualquier persona es demasiado compleja como para eso. Sin embargo todo lo que ves, creo, puede brindarte un gran consuelo.

Léelo, escúchalo y disfrútalo todo. Si lo necesitas, llora. No hay nada malo en ello. Yo estaré en cada palabra y en cada sentimiento.

No sé qué más puedo decirte. Al igual que tú, yo también tengo ciertas dificultades para expresar todo lo que tengo en el corazón. Mis emociones me desbordan. El amor que siento por ti es tan enorme que las simples palabras parecen insuficientes.

No puedo evitar echarme a llorar mientras escribo esta carta. Tengo la esperanza de que al otro lado estaré bien, haya lo que haya, pero también sé que te echaré terriblemente de menos.

Y tampoco negaré que estoy asustada. No soy de piedra.

Lo único que me aporta la fortaleza necesaria para enfrentarme a mi propia muerte es la absoluta certeza —¡tan maravillosa!— de llevarme conmigo lo mejor de ti, porque , y no otro, me lo has dado sin reservas: tu corazón.

Solo me queda hacerte un último ruego: por favor, no te dejes morir de nuevo. Por mí, por ti, por lo que hemos vivido juntos, no lo hagas.

Te estaré vigilando desde donde me encuentre y, llegado el caso, me ocuparé de que renazcas. Es una promesa.

Te amo con toda mi alma.

Nazaret Alcázar

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora