152

78 11 0
                                    

Nazaret estaba tumbada en la única cama de la que disponía el box. Se había puesto un feo camisón de hospital color verde agua.

Bajo aquella luz lechosa, su piel se volvía enfermiza y apagada.

—Nazaret, siento mucho haberme dormido —me disculpé, la voz temblorosa y el gesto sinceramente apesadumbrado—. No era mi intención dejarte tirada.

Para mi sorpresa, Nazaret me sonrió con un cariño inmenso.

—No te preocupes, ya me lo esperaba.

—¿Te lo esperabas? —pregunté, perplejo.

—De alguna manera, sí. —Cerró un momento los ojos como si le doliera pronunciar aquellas palabras—. Recuerda que nosotros nunca tenemos las cosas fáciles.

—Acompañarte hoy al hospital era algo muy fácil —comenté, acercándome a la cama y cogiendo su mano izquierda con suavidad—. Te he fallado.

—¿Y qué esperabas que hiciera? ¿Llamarte por teléfono para insultarte y tenerte controlado, como hace tu mujer? —De pronto, Nazaret me miró con dureza, como si yo fuera un idiota que no viese lo obvio—. No, Lázaro. Yo no soy como ella. Querías acompañarme, pero yo no necesitaba que lo hicieras. Por tanto enfadarme resulta ridículo. Por otro lado, si tú te enfadas contigo mismo no es mi problema.

Nos quedamos callados por espacio de un rato, ella con la vista vuelta hacia la ventana y yo tratando de digerir las palabras que acababa de escuchar de sus labios.

—Ana quitó la alarma que yo puse anoche en mi móvil. Lo hice. Juro que lo hice. Fue ella.

Nazaret volvió a mirarme. Su expresión era arcana, pétrea, indescifrable.

—Eso ya no importa. Has venido. Dejémoslo ahí.

—No acabo de entenderte, Nazaret. Tu vida pende de un hilo. ¿Por qué te empeñas en complicártela con un indeseable como yo?

—Precisamente porque mi vida pende de un hilo —contestó Nazaret—. ¿Crees que me apetece vivir con miedo, recluida en algún sitio deprimente hasta que el corazón se me pare de golpe? —Una pausa dramática, un suspiro quedo—. No quiero pasar el resto de mis días, sean muchos o pocos, huyendo de mis propias emociones, huyendo de la propia vida. No voy a enfadarme contigo por una minucia, y desde luego no pienso alejarte de mí si tú no deseas hacerlo.

—La idea de alejarme de ti ahora me resulta insoportable —dije, con las tripas de pronto comprimidas dentro del cuerpo y los músculos hechos gelatina.

—¡Joder, Lázaro! —exclamó Nazaret, enfadada—. ¿Por qué te martirizas, entonces?

—¡No lo sé! —me defendí—. Es que lo que haces no es normal. Me descolocas.

—Piensa que tal vez yo no sea normal.

Aquello fue lo que definitivamente hizo que me callara. En eso Nazaret tenía toda la razón del mundo: no era una mujer normal. No era, desde luego, como mi esposa.

—No quiero morir en vida —susurró, de nuevo sonriéndome como solo ella era capaz de hacerlo—, y tú tampoco deberías empeñarte.

En ese instante, tras un repiqueteo de nudillos, un médico alto, moreno y guapetón entró en el box y me instó muy amablemente a salir al pasillo.

Por fin era el momento.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora