Una presión angustiosa en el pecho me impedía respirar con normalidad, al tiempo que un miedo sordo me hacía caminar a un ritmo acelerado, frenético. Eché a correr como un lunático perseguido por sus propios fantasmas, extraviado y confundido en los laberínticos pasillos de una mansión monstruosa a la que no sabía cómo había ido a parar. No sabía dónde me encontraba ni tenía para mí importancia; todo lo que ansiaba era poder escapar de allí, y a ser posible de una sola pieza.
Los pulmones me ardían y el vaho blancuzco del frío escapaba de mi boca con cada jadeo. La muerte seguía mi rastro, dispuesta a llevarme consigo.
Avanzaba descalzo, y las plantas de mis pies sangraban abundantemente, dejando tras de sí un reguero carmesí por el suelo embaldosado. La sangre derramada en la huida me provocaba una creciente debilidad, pero a pesar de todo seguía corriendo, ajeno al dolor, que me atenazaba el cuerpo, ajeno al pánico, que me atenazaba el alma, y ajeno a la tristeza, que me ennegrecía el corazón.
«El corazón», pensé, comenzando a oír de manera clara los furiosos latidos de un corazón inexistente. Miré enloquecido en todas direcciones, tratando de hallar algo que pudiera explicar aquel cadencioso e insoportable golpeteo. Me tapé las orejas con la fútil esperanza de evitarme escuchar, pero las aparté pronto, horrorizado al comprobar que aquellos infernales latidos procedían de mi interior. Nada me libraría de ellos, excepto la muerte.
Continué corriendo por largos y tortuosos pasillos, dejando atrás habitaciones sombrías y salones desolados. La mansión parecía abandonada, una pura ruina que no terminaba de caer en el tranquilizador olvido, que me había engullido a mí como un monstruo que, famélico, luchaba en vano por sobrevivir. Y yo tenía que escapar de allí a todo trance.
«¡El corazón!»
Llegué a un pasillo claustrofóbico y con las paredes llenas de cuadros polvorientos; a los lados no había muebles, puertas o ventanas, únicamente al final del pasillo encontré una vidriera, antigua y sucia, por la que se colaba una luz exigua.
En el pecho me tronaba el corazón, a punto de alcanzar una catarsis. Sus latidos amenazaban con volverme loco de remate, si es que no lo estaba ya.
La única solución era acabar con todo. Mi desesperación alcanzaba niveles atroces. Aquello tenía que acabar.
Sin pensarlo dos veces eché a correr desenfrenadamente hacia el vitral, en el que estaba representado un enorme corazón humano rodeado de letras que flotaban en derredor, como protegiéndolo.
Y entonces salté, rompiendo la vidriera en mil pedazos y cayendo al tenebroso vacío.
Cuando por fin desperté de la pesadilla descubrí, espantado, que la verdadera pesadilla acababa de empezar.
ESTÁS LEYENDO
Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...