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Aquel papel sin importancia aparente me estaba diciendo demasiadas cosas, cosas que el magín no me daba para adivinar. Estaba demasiado intoxicado para darme cuenta de que los versos de Mostaza contenían la clave de mi consuelo, de mi liberación. Un veneno amargo me corría por las venas y me impedía reflexionar con la cabeza serena.

No estaba enfadado con Ana, sino conmigo mismo por no entenderla, por no entenderme a mí mismo, por todo y por nada. Yo era dueño de mis ideas y de mis emociones. ¿Acaso era incapaz de comprenderlas?

El cuerpo me pedía a gritos salir corriendo de casa. Me sentía como un adolescente descerebrado para quien la autoridad paterna es demasiado dura; ahora bien, ¿adónde podría ir, que más valiera?

Ana me adoraba, eso era cierto, pero entonces, como ahora, no dejaba de repetirme para mis adentros que no necesitaba que me adoraran, sino que me amasen. Y que me amasen de verdad. ¿Ana me amaba, o solo estaba obsesionada conmigo? ¿La amaba yo? ¿De verdad la amaba?

Sin apenas percatarme de lo que hacía, puse un disco en la cadena de música. Le di al play. Un emotivo tema de piano inundó el estudio. Lo reconocí: L'Image, de Carol Cole. Piano, cuerdas y sonidos de naturaleza.

No, no necesitaba eso precisamente. Lázaro Montoya estaba en guerra consigo mismo. Necesitaba algo más fuerte. Un whisky para los oídos.

Cambié de disco y, esta vez sí, lo elegí a conciencia: uno de The Velvet Underground.

En cuanto los primeros acordes de Heroin comenzaron a sonar, las ideas se me dispararon. Yo no tenía por qué enfrentarme solo a mis propias amarguras. Tenía que pedirle más a la vida. Exprimirla al máximo. Debía buscar la ayuda de una Nazarena. Valimiento, eso era.

Llevé los ojos al ordenador portátil y sentí que mis tripas daban un brinco. Si no encontraba la salida fuera del hogar, lo encontraría dentro de él.

Nunca he sido muy amigo de las nuevas tecnologías y del progreso informático, razón por la cual enseguida dejaron de interesarme las redes sociales. Aun así recordaba que antes de casarme con Ana me habían hablado de una página web de nombre Art Of Love. A.O.L., así la llamaban. La gente joven —y no tan joven— la utilizaba para encontrar pareja o para conocer personas afines, además de para echar un polvo ocasional si las circunstancias eran favorables.

Ese día no escribiría nada. No le añadiría ni una palabra al aburrido relato en el que estaba trabajando.

Encendí el portátil, me registré en la página de A.O.L. y creé un perfil con una fotografía cualquiera. Escribí después mis aficiones tal y como se requería, y me bauticé a mí mismo con un nombre distinto por si acaso a Ana le daba por buscarme en Internet. Podía pasar.

Para la foto del perfil recuerdo que elegí un cuadro célebre de Gustave Courbet: El hombre herido. En realidad me sentía como ese mismo hombre, una criatura lastimosa, herida, moribunda por dentro y por fuera. ¿Qué otro cuadro hubiera ido mejor?

Mi nombre en el mundo virtual, Lavery.

Lo siguiente que hice fue darle a la opción «Buscador». Bien, ¿qué estaba buscando?

La palabra se me vino sola a la cabeza: Nazaret.

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora