Miguel se marchó de la casa cuando ya anochecía. Se despidió de nosotros con todo tipo de muestras de cariño. Verdaderamente nos apreciaba.
Y después nos quedamos maravillosamente solos.
—¿Vas a decirme ahora qué ha pasado?
Miré a Nazaret sombríamente. Parecía imposible que en un solo día me hubieran ocurrido tantas cosas, unas tan maravillosas y otras tan terribles.
—Se acabó, Nazaret —contesté, bajando el tono de voz y la mirada—. He abandonado a mi mujer.
Ella me lanzó una mirada indiferente.
—¿Cómo lo has hecho?
—Ayer se emborrachó tanto que cayó en un coma etílico grave. Se lo he dicho en el hospital.
Me contempló perpleja.
—¿Y el niño? ¿Le ha ocurrido algo?
—Los médicos no lo saben. Es demasiado pronto. —Me callé un instante—. De todos modos me importa poco. El niño no es mío y ya no quiero a mi mujer. Me da lo mismo que sufran o no. Sé que puede parecer duro por mi parte, pero he dejado de sentir compasión, Nazaret.
Ella no expresó nada de primeras. Su gesto continuaba siendo indescifrable, como si sus pensamientos fueran tan profundos que no pudieran aflorar a la superficie.
—De modo que ahora no tienes dónde quedarte —comentó pasado un rato de silencio.
Mis mejillas enrojecieron de golpe. Durante aquellas horas en compañía del profesor había imaginado cómo diablos se lo comentaría, cómo podría abordar el tema cuando por fin estuviéramos a solas, y ahora me encontraba con que la mente se me había quedado en blanco.
Talmente parecía haberme vuelto tonto de repente.
—Tienes que salvarme el pellejo otra vez. No tengo a nadie más que a ti —confesé, apartando avergonzado los ojos—. Necesito que me dejes quedarme contigo, al menos hasta que encuentre otro lugar en el que asentarme.
—No digas idioteces —me reprendió Nazaret, ceñuda—. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Incluso venirte a vivir aquí. Es lo que de verdad quieres, ¿no es así?
La crudeza con la que a veces hablaba Nazaret solía dejarme sin palabras.
—No quería ser tan drástico, pero sí. Nada me gustaría más que pasar el resto de mi vida contigo, aquí o donde sea.
Ella perfiló una sonrisa tan tierna que logró reblandecerme los huesos. Estaba deseando besarla, acariciarla, abrazarla hasta fundir nuestros cuerpos en uno. Deseaba llevármela al dormitorio y una vez allí poseerla como nunca antes lo había hecho.
Ahora era un hombre emocionalmente libre, y ansiaba demostrárselo a todo trance.
—¿Sabes lo que yo quiero?—preguntó. Y antes de que yo pudiera decir algo se respondió a sí misma—: Quiero que ésta sea tu casa. Que renazcas en ella como yo. Y quiero, ante todo, que seas feliz aquí.
ESTÁS LEYENDO
Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...