Ya no teníamos nada más que decirnos. Había quedado claro que cada uno aportaría a la pareja lo que humanamente quisiera, pero sin exigencias ni obligaciones. A ella le dolía que yo continuara adelante con mi matrimonio, pero por respeto, o quizá por amor, no iba a exigirme la separación con mi mujer. A mí hasta aquel mismo momento me había dolido que ella hubiera tenido amantes virtuales, pero antes de que yo me presentara en su casa hecho un energúmeno —muy al estilo de mi mujer—, Nazaret había roto con ellos. Yo no le había exigido absolutamente nada; de hecho había llegado tarde.
Eso por una parte me aliviaba, ya que me quitaba de encima el baldón de hombre celoso o posesivo; por otra, me llenaba de inseguridad y de temor, puesto que Nazaret había sido valiente, pero yo no. Yo iba a seguir casado con mi esposa. Cobarde, cobarde, cobarde.
¿Hasta cuándo podría ella soportarlo antes de que volviese a tener amantes, ya fueran virtuales o reales? ¿Se cansaría Nazaret alguna vez de representar el papel de «la otra»? ¿Me acabaría mandando al carajo? Estaba seguro de que sí.
—Nazaret... —murmuré, rodeándola con mis brazos para apretarla contra mi pecho.
Sus manos me acariciaron el vientre, el torso, los hombros, el cuello. Un fuerte escalofrío me erizó la piel de todo el cuerpo. Pese al tremendo helor del agua del arroyo y de la lluvia, un calor sofocante se apoderó de mis entrañas. La sangre se me agolpó en la entrepierna y la verga se me puso tiesa como una estaca.
De forma casi inconsciente moví la cadera y busqué el pubis de Nazaret. Metí la punta de mi miembro entre sus cremosos muslos, simulando penetrarla.
Ella, por su parte, continuó devorándome los labios un rato más, hasta que de pronto se apartó de mí y se dirigió a la orilla, llevándome de la mano. ¿Qué pretendía hacer? «Da igual —pensé, encantado de dejarme llevar—. No preguntes. Deja que ella tome las riendas. Lo merece. Que te posea como le venga en gana.»
Eso fue exactamente lo que hice. Salimos juntos del agua y Nazaret me condujo a una zona herbosa de la ribera. El suelo estaba mullido y empapado, ideal para que pudiéramos tumbarnos.
Ella volvió a cogerme del cuello y me arrastró a la hierba. Llovía y ambos tiritábamos, pero no de frío, sino de excitación.
Fue entonces cuando hizo que me tumbase boca arriba. Desde aquella posición yo me deleitaba contemplando sus pechos redondos, su cadera curva y delicada, su vientre lechoso y enloquecedor.
Abrió seductoramente las piernas y se sentó sobre mis rodillas; justo después se inclinó sobre mí y comenzó a lamerme la polla, lenta, suave, irresistiblemente. ¡Dios mío!
El placer que empecé a sentir en aquel momento fue indescriptible. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que Ana me había hecho una mamada? ¡Meses!
Los labios de Nazaret estaban volviéndome loco. Me la chupaba con la maestría de una verdadera prostituta de alto standing.
Y sin que pudiera evitarlo me corrí en su boca.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...