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A Nazaret se le pintó en el rostro una sonrisa capaz de derretir hasta los malditos casquetes polares. ¿Por qué coño yo tenía que esforzarme tanto para reblandecerla, y en cambio ella lo tenía tan fácil para reblandecerme a mí? ¡La muy perra me tenía bobo!

—No, en realidad no ha sido por eso —comentó con un leve tonillo de guasa—. Ha sido porque te has acordado de repente.

Cazado, comido y defecado. Jaque mate. Nazaret podía ser muy mordaz cuando se lo proponía, aunque la mayor parte del tiempo simulase estar muy lejos del mundo real. Empezaba a conocerla bien, y sabía que su modus vivendi era la invisibilidad.

En otras palabras, lo que quería era, básicamente, que la dejaran vivir tranquila..

No se me ocurrió otra cosa salvo soltar una carcajada, una de esas risas cavernosas que salen del fondo de las tripas y que resultan incontenibles.

—¿Y qué querías que hiciera? —pregunté usando un deje quejicoso—. No puedo dejar de pensar en ti. Me aterra que puedas cansarte de mí y que me mandes al carajo. Podrías cambiarme por uno de esos tíos de A.O.L., un pichabrava virtual.

—¿Cambiarte por...?

—Cosas más raras se han visto —dije, rehuyendo instintivamente la mirada.

—Eso no tiene ningún sentido —opinó Nazaret, en parte enfadada y en parte divertida—. ¿Cómo voy a cambiarte por un hombre al que no conozco?

—¿Y por qué no? No soy mejor que nadie. Cualquiera puede ser mejor que yo para ti.

—Tal vez no te hayas parado a pensar que no quiero que seas el mejor. Lo único que me interesa es que seas tú mismo. El mundo y su afán competidor me importan un pimiento. —Hizo una pausa retórica y luego añadió—: Desde que nacemos nos obligan a competir por alcanzar metas miserables, metas vacuas y sin trascendencia. Cuando llega el momento de morir nos quedamos con cara de gilipollas dentro del ataúd. Créeme, lo sé.

De alguna forma, sus palabras me hicieron evocar una película de mi infancia: El hombre tranquilo, del año 1952. En ella, el protagonista, un boxeador de nombre Sean Thornton, huía de Estados Unidos por haber matado a otro boxeador durante un combate. «Maldito dinero», decía. Una película grandiosa.

Thornton era otro Lázaro. Un renacido.

—Entonces, ¿qué te parece que debo hacer? —pregunté, ligeramente desconcertado—. ¿Ser yo mismo?

—Exactamente. —Nazaret sonrió otra vez, derritiendo así hasta el último de los huesos de mi cuerpo—. No me interesa el mejor hombre, sino el hombre bueno, el verdadero. Y lo he visto en ti.

—Pero soy un cobarde —traté de explicarle—. No soy capaz de abandonar a mi mujer.

—Hasta ahora no te lo he exigido, ¿no?    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora