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Me la quedé mirando con la boca abierta como un perfecto idiota. No podía creérmelo. Luz verde. ¡Tenía luz verde para ver a Nazaret cuantas veces quisiera! Y no solo eso, sino que también podía estar con ella. ¿Eso significaba que podíamos hacernos mimos, escribir juntos, ver películas juntos? ¿Podíamos follar las veces que deseáramos? ¿Pasear, debatir, preparar delicias culinarias el uno para el otro? ¿Acaso dormir en la misma cama? ¿Era posible todo eso?

—¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar? —pregunté, mirándola con la avidez de un depredador.

Estaba tan excitado que toda la sangre del cuerpo se me estaba acumulando en la entrepierna. Dios, necesitaba hacerlo ya.

—¿Otra vez haciéndome preguntas que deberías responder tú? —se burló Nazaret, que entonces se sentó en el alféizar de la ventana, con una pierna colgando y la botella de vermut pegada a su pubis.

—Algo tendrás que decir.

—Entre estas cuatro paredes soy una chica sin vida pasada, ¿recuerdas? —explicó—. No quiero ser más que un papel en blanco, y eso, mi querido Lavery, establece unos límites muy difusos. Todo depende de lo que tú puedas permitirte moralmente.

Nazaret decía la verdad de una forma tan simple que hasta parecía cruel. Pero no, no lo era. En realidad solo trataba de hacerme ver que era mi tarea separar la vida real de la nueva vida que iniciaba con ella. Mi alter ego no podía ser yo. En compañía de Nazaret debía ser otro hombre, un hombre nuevo. Un renacido. Debía ser Lavery.

Y eso tenía que aprenderlo cuanto antes si deseaba hacerla mía.

Aparté el miedo bruscamente de mí. No quería estar asustado ni temerle al futuro. Ya era suficiente.

Ambos nos miramos en silencio, sin dirigirnos la palabra. Una sola mirada bastó para comprendernos mutuamente.

Nos deseábamos, ella contenida, yo medio loco.

Sí, la deseaba con locura.

Sin embargo no me atreví a dar un paso hasta que ella no me dio permiso. No quería que pensase que era un cerdo, aunque me muriera de ganas de hacerla mía.

—Ven aquí —ronroneó como una gatita en celo. ¿Cómo cojones podía gustarme tanto?

Mientras llegaba hasta ella me bajé la bragueta y me saqué la polla, erecta y sensible a cualquier mínima caricia. Nazaret la contempló deleitada, con una sonrisa hambrienta en los labios.

Cuando me coloqué ante Nazaret cogí la botella y me eché al coleto un buen lingotazo de vermut rojo. Ahora comprendía por qué le gustaba tanto; era dulzón y pegajoso, pero increíblemente intenso, y caía por el gaznate como lava ardiente. Se me fue la cabeza en un momento. ¡Oh, Nazaret!

Al volver a fijarme en mi preciosa mujer de los libros, descubrí que se había quitado la camisa y las braguitas. Únicamente se dejó puesto el sujetador. Aquel par de pechos apretados me enloquecía.

Si no tenía cuidado me correría antes de haber siquiera empezado.

Pensé en apagar el puñetero teléfono móvil, so pena de recibir alguna llamada que lo arruinase todo, pero al ver a Nazaret de aquellas maneras el cerebro se me desenchufó solito.

Ella tenía razón: allí dentro debíamos ser otros.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora