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Al día siguiente no me quedó más remedio que ir a trabajar al bar de la residencia.

Odiaba intensamente el olor a ropa rancia, a orines secos y a comida sin sal, y odiaba las estupideces que hacían y decían los viejos que vivían allí, en especial los suboficiales retirados. Cada uno tenía su neura particular. Uno pedía a diario un vaso de agua caliente para la infusión que él mismo traía. Otro robaba los rollos de papel higiénico cuando nadie le veía. Algunas mujeres intentaban colar billetes falsos o pesetas. Los había que incluso se peleaban por el mando de la televisión que había en el salón principal.

Últimamente había tomado la determinación de quedarme yo con el jodido mando y dejar puestos los documentales soporíferos de La 2. A ver si así dejaban de comportarse como niños pequeños.

Sin embargo, esa mañana fui al trabajo bastante menos enfadado que de costumbre; el día anterior había logrado descargarme la app de AOLine en el móvil para poder comunicarme mejor con Nazaret, lo cual me producía un buen humor completamente nuevo para mí. Había pasado demasiado tiempo regodeándome en mi amargura, hasta el punto de llegar a acostumbrarme a ella.

Y ya se sabe, jamás es bueno acostumbrarse a las cosas malas de la vida; tarde o temprano pasan factura.

Por otro lado, ignoraba si mis conversaciones con Nazaret estaban siendo buenas o malas para mi salud emocional, y esa incertidumbre me torturaba.

Me obligué a no pensar en ella mientras servía los cafés del desayuno y después las cervezas del mediodía, pero mis esfuerzos fueron en vano. A cada momento me metía en AOLine para tratar de encontrar a Nazaret en el chat, y también a cada momento descubría que la muchacha seguía desconectada. La imaginación se me disparaba cada dos por tres; en mi cabeza veía a Nazaret Alcázar haciendo mil cosas: leyendo un libro, escribiendo alguno de sus relatos, hablando con alguien y ¿por qué no?, teniendo sexo virtual con sus amantes de Art Of Love.

La idea me ponía nervioso. Era verdad que yo no tenía ningún derecho a decirle con quién debía tratar y cómo, y ya me había disculpado por hacerlo, pero ¿acaso había yo vencido los celos? ¿De verdad los había vencido? ¿O solo me estaba engañando a mí mismo?

La cabeza volvió a jugarme una muy mala pasada justo antes de comenzar a atender las mesas del comedor.

Me había hecho una imagen mental de Nazaret lo suficientemente clara como para verla masturbándose en su cama. Me excité casi al momento.

Así pues le pedí permiso al subteniente Molinero para ir al cuarto de baño con la excusa de tomarme una pastilla para el dolor de cabeza. Una vez solo me encerré en uno de los lavabos y me bajé la bragueta. Tenía la polla tan dura y caliente que temí eyacular antes de tiempo.

Pasados unos minutos salí de allí con una sonrisa de oreja a oreja. 

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora