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O ése había sido mi plan inicial, de no ser porque una simple llamada de teléfono lo mandó al carajo.

No había terminado de decirle aquello a Alonso cuando mi móvil se puso a sonar estridentemente en el bolsillo de mi pantalón. Con el fuerte jaleo del bar, en principio no alcancé a oír los timbrazos del condenado aparato, y cuando por fin me percaté de ello la llamada estuvo a punto de cortarse.

—¿Sí? —respondí a voz en cuello. No tenía más remedio que gritar si quería hacerme oír. Los viejos de la residencia podían llegar a ser extraordinariamente ruidosos.

—¿El señor Lázaro Montoya?

Fruncí el ceño con cierto estupor. Ni reconocí la voz ni reconocí el número que aparecía en la pantalla del móvil.

—Sí, soy yo —respondí, procurando apartarme un poco de la algarabía para poder escuchar al hombre que pretendía comunicarse conmigo. Solté un carraspeo seco y pregunté—: ¿Quién es usted?

—Soy el doctor Ernesto Jiménez —se presentó el desconocido—. Le llamo del hospital. Su mujer acaba de ser ingresada con un coma etílico grave.

Las tres últimas palabras que salieron de la boca del doctor retumbaron en mi cabeza como truenos. La sorpresa, sin embargo, no duró demasiado: era consciente de que Ana había adquirido para mí la categoría de alcohólica. Cada vez que salía con sus amigas volvía borracha a casa, en ocasiones como una cuba.

Yo no era ningún abstemio, eso era cierto, pero lo de Ana pasaba de castaño oscuro.

—¿Coma etílico dice? —barboté, intentando que mi voz sonase afectada—. ¿Ana, mi mujer?

—Le recomendaría que viniera lo antes posible.

Me sentía verdaderamente aturdido. Sabía bien que Ana era irreflexiva y poco dada a contemplar las consecuencias de las malas decisiones, pero esa irreflexión ya se estaba convirtiendo en pura temeridad: ahora estaba encinta. No solo su vida corría peligro si hacía alguna tontería, sino también la del bebé. ¿Cómo podía tener tan poca cabeza?

—Estoy en el trabajo —le expliqué al doctor Jiménez, que permanecía silencioso al otro lado del aparato—, pero voy a hablar con mi jefe inmediatamente para que me deje ir ahora mismo.

—Muy bien. Aquí le esperamos, señor.

Nos despedimos con una fría cortesía y me volví hacia Alonso, que pese a los trajines del bar me miraba en esos momentos con gravedad, más tieso que un mástil.

—¿He oído bien? ¿Ana está...?

Yo solo pude asentir con la cabeza. Abrí la boca con el ánimo de decir algo, pero las palabras se atascaron en mi garganta.

Alonso empalideció, seguramente interpretando mi semblante como de miedo. Miedo por Ana y por el niño.

Nada más lejos de la verdad.

—He de ir al hospital. La tienen ingresada allí. Voy a avisar al subteniente Molinero.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora