Llegué a El Arrayán en un tiempo récord, si bien tras alcanzar el encantador puente de piedra que separaba la casa de Nazaret y el mundo real tuve que detener el coche, salir fuera y deleitarme con la paradisíaca belleza del lugar. ¿Qué diablos podía haber mejor que aquello? ¿Mi anodino bloque de pisos? ¿Mi estúpido huerto urbano? ¿Mi claustrofóbico estudio abarrotado de cachivaches? ¡Al infierno con todo ello!
«Y sin embargo nada sería lo mismo sin ti, mi vida», pensé, contemplando a lo lejos la encantadora casa de Nazaret, medio perdida entre la exuberante maleza y los árboles reverdecidos. El rostro sereno de la mujer de los libros se me apareció en la mente, todo él rodeado de luz y de ternura.
Volví a meterme en el coche, arranqué y me apresuré a llegar a la casa, junto a la que aparqué. Después prácticamente eché a correr hacia la puerta de entrada, ante la que se encontraba otro coche, supuse que el del profesor Calasanz, un Seat blanco del año de la tos que dejé a mi derecha. Presioné el timbre de la puerta y me limité a esperar.
Me abrieron casi de inmediato. En el umbral apareció una Nazaret radiante como nunca. Llevaba el indomable cabello suelto, una bonita blusa color dorado pálido y unos vaqueros ajustados, además de un sutil collar de plata y cristalillos azules y unas sandalias de cuero con algo de tacón. ¡Dios, qué hermosa estaba!
Como era lo usual, mi corazón se puso a dar brincos y el pulso se me subió por las nubes.
—Sigo sin comprender por qué una mujer tan increíble como tú puede querer complicarse la existencia con un gilipollas como yo —murmuré, nada más mirarla de arriba abajo.
Era cierto, no me entraba en la cabeza por muchas vueltas que le diese. Ella era preciosa, inteligente, firme, cariñosa. Además era ardiente en la cama, una delicia de mujer en todos los aspectos.
En cambio yo ¿qué era? Un cuarentón con gafas, propenso a beber y a compadecerse de sí mismo, y cuya única habilidad consistía en saber escribir bien.
—Porque eres bueno, Lázaro —aclaró Nazaret usando el mismo tono que yo—. Porque sabes amar. Porque eres inteligente y juicioso. Porque desde que te conozco soy más feliz que nunca. ¿Quieres que siga?
No sabría decir ahora si tuve más ganas de reír o de llorar. Si hubiéramos estado solos en la casa la habría levantado en volandas y la habría cubierto de besos; luego la habría llevado a la cama y le habría hecho el amor hasta perder el sentido. Exactamente en ese orden.
—Buenas tardes, mi querido muchacho —me saludó Miguel Calasanz, apareciendo en el umbral de la puerta con una bonachona sonrisa prendida en los labios.
—Hola, profesor —devolví el saludo con idéntica amabilidad.
—Entre y tómese un café —ofreció él—. Nazaret acaba de prepararlo para nosotros. —Entonces dio media vuelta y desapareció en el interior de la casa.
Nazaret me miró sin dejar de sonreír.
—Vamos —me dijo—, después traeremos tus maletas.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...