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Nazaret boqueaba a mi lado como si le faltara oxígeno en los pulmones, retorciéndose de dolor, un dolor que no supe identificar.

—Nazaret, ¿qué pasa? —pregunté, encendiendo la lamparita rápidamente—. ¿Qué te ocurre, cielo?

Ella no pudo contestarme con palabras, pero sí con gestos; tenía los ojos desorbitados, enrojecidos como si hubiera estado llorando, los labios azules como tras un esfuerzo, la piel lívida, propia de un cadáver. Sus manos se palpaban el pecho ansiosamente, buscando algo en vano.

Supe entonces de qué se trataba, y la simple preocupación se transformó de golpe en auténtico pánico.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios mío! —exclamé, muerto de horror.

Cogí atropelladamente el móvil y marqué la llamada de emergencia. Al otro lado me habló la aguda y calmosa voz de una mujer joven.

—¿Sí? Aquí el 112, dígame.

—¡Oiga! —dije con la voz temblorosa—. ¡A mi mujer le está dando un infarto! ¡Está aquí y...!

—Tranquilícese, señor —me recomendó la señorita—. Dígame dónde se encuentran y les mandaremos ahora mismo una ambulancia.

—El 111 de la calle Oidor, en El Arrayán —expliqué, tratando de serenar los nervios—. ¡Por favor, dense prisa! ¡Se lo suplico!

—Ya van para allá, señor. Tenga paciencia.

Volví junto a Nazaret como una exhalación, comenzando a rezar, más por instinto que por convicción, un desangelado Padrenuestro.

Ella, extenuada, continuaba temblando y retorciéndose, con las manos y el rostro crispados de dolor, de sufrimiento, demasiado cerca del paroxismo. Cerró los ojos y, separando los labios, emitió un largo y lastimero gemido que se me incrustó en los oídos y me partió el alma en dos.

Le cogí de las manos, de los brazos, de la cara, obligándola a continuar despierta.

—Nazaret, no te vayas —sollocé, aterrorizado y desolado a partes iguales—. No te vayas aún. Quédate conmigo, te lo imploro. ¡No te duermas!

Nazaret me sostuvo la mirada como una heroína, pero el brillo postrero de sus ojos dejaba poco lugar a las esperanzas.

Tuve en ese momento la aterradora certeza de que se moría.

La ambulancia llegó en unos cortos quince minutos que a mí, sin embargo, se me antojaron agónicos, interminables. Les indiqué a gritos dónde nos encontrábamos y después cargaron a Nazaret sobre una camilla para trasladarla al hospital. A mí se me permitió subir a la ambulancia para acompañarla.

Dentro del vehículo fui testigo de cómo Nazaret caía en la inconsciencia. Sacaron rápidamente un DEA, o desfibrilador externo automático, y le aplicaron una reanimación de urgencia.

Me llevé las manos a la cabeza, llorando con desconsuelo.

Nazaret no despertaba. Más desfibriladores. Más esfuerzos.

Nada. No lograron nada.

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora