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A la mañana siguiente tuve la mala fortuna de toparme con Mateo en el bar de la residencia. Desde el día en que había respondido a sus impertinencias no había vuelto a encontrármelo, de modo que ese día no podía librarme de él.

—Lázaro —gruñó, mirándome de reojo como un chucho receloso. Estaba sentado en su sitio de siempre, con su copa de vino tinto y sus rancias cortezas con olor a pedo.

Alcé la mirada desde el otro lado de la barra. Aseaba unos vasos de cristal y los colocaba en el estante, cerca de las bebidas alcohólicas.

—¿Qué quieres, Mateo? —pregunté de mala gana.

«Venga, contrólate.»

Alonso me arrojó una significativa mirada, me dio la espalda y se perdió en el interior del salón comedor, donde aún quedaban algunos comensales tomando chupitos y armando jaleo.

—¿Te importa venir aquí? —preguntó Mateo con el tono de voz aún más gutural—. No puedo estar hablando contigo a voces.

«¿Y por qué no vienes tú a la barra, viejo gilipollas?», pensé, frunciendo el ceño y dejando caer el trapo de cocina con el que secaba los vasos.

Tuve que morderme la lengua. No me apetecía ni lo más mínimo discutir con él; el dulzor de Nazaret aún inundaba mi ánimo y no iba a permitir que Mateo me lo amargara.

Así pues, dejé de hacer lo que estaba haciendo, salí de la barra y me acerqué a mi suegro arrastrando los pies.

—¿Qué te pasa? —quise saber, en igual tono de hartura. Ya estaba cansado antes de haber empezado a hablar con él. Mateo conseguía ese tipo de reacciones en todas las personas con las que trataba. Era impertinente, puntilloso y a menudo increíblemente ofensivo.

Mi mujer había tenido un excelente maestro.

—Me ha llamado mi hija —comenzó a decir, rehuyendo los ojos. Parecía costarle horrores estar diciendo aquello. ¿Adónde querría ir a parar?

Sentí un retortijón que me apresuré a ignorar. Ana me perseguía incluso en el trabajo.

—¿Y qué quería?

Puso cara de vinagre. El vino parecía agriársele en la boca.

—Me ha pedido que haga un esfuerzo por comprenderte. Estás estresado y eso te pone de mal humor. —Soltó un resoplido caballuno y continuó diciendo—: Pasaré por alto la mala contestación que me diste el otro día.

Levanté las cejas haciendo un mohín de pura incredulidad. ¿Estaba perdonándome él a mí? ¿Le había entendido bien?

—¿Que pasarás por alto...? —barboté, anonadado.

—No entiendo el porqué —me interrumpió Mateo, adoptando una actitud odiosamente paternal—. La verdad, no te entiendo, Lázaro. Ana está preocupada por ti. Cree que te ocurre algo.

—¿Y por qué no me lo dice a mí?

—No se atreve. —Mateo se retrepó en la silla y se encogió de hombros—. Mi hija es muy prudente. La cuestión es si realmente te pasa algo. ¿Hay algo que debas contarme?    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora