—La ropita de bebé es adorable. ¡No sabía qué comprar! Es toda tan bonita... ¡Un día tenemos que ir juntos!
Resoplé de puro aburrimiento, pero no dije nada; incluso a punto de dormirse, Ana parloteaba de manera insufrible.
Hay martirios a los que el hombre, por muchos siglos que pasen, nunca termina de acostumbrarse, y uno de ellos es la estúpida verborrea de la mujer.
Y mi mujer representaba el paradigma indiscutible.
Me hundí aún más en la cama y cerré con fuerza los ojos para obligarme a conciliar el sueño. Si me dormía, al menos podría olvidar durante unas horas que a mi lado se encontraba una persona a la que no quería.
Una miríada de pensamientos me impedía relajarme: Nazaret Alcázar, la carta del hospital, las correcciones de mi libro, Miguel Calasanz, el embarazo, el extraño sonidito del móvil de Ana...
Abrí los ojos de golpe nada más apagar la luz. El móvil. Debía poner la alarma para levantarme temprano al día siguiente, puesto que a las nueve de la mañana, en punto, estaría con Nazaret Alcázar en el hospital. Ella había insistido en que no me tomara la molestia, pero finalmente había cedido a mis deseos. La acompañaría aunque me fuese la vida en ello.
Ana se me puso encima a horcajadas. Esa noche, para mi desconsuelo, quería sexo.
Mientras me quitaba los calzoncillos y comenzaba a juguetear con mi polla, cogí el móvil de la mesita y programé la alarma para las ocho. Levantándome a esa hora me daría tiempo a ducharme y a llegar con tiempo a la casa de Nazaret. Una vez allí yo la llevaría en mi coche al hospital.
Ana trabajaría toda la mañana, de modo que no iba a molestarme en unas cuantas horas.
No me pasó desapercibida la mirada de sospecha que Ana le lanzó a mi móvil cuando volví a dejarlo sobre la mesita. Ella sabía que al día siguiente yo libraba, de modo que según sus cábalas no tenía nada que hacer. Poner la alarma debía significar algo.
Ana se quitó las bragas y me usó, como siempre, para darse placer a sí misma. Yo no dejaba de ser para ella más que un consolador de carne y hueso. Cayó sobre mí y se metió mi miembro dentro con una facilidad hiriente.
El coño de Nazaret era pequeño, húmedo y delicado; el de Ana, grande, un tanto ordinario y a menudo algo reseco. Su vagina empezaba a acusar los síntomas de una premenopausia galopante, por lo que debía usar con cierta frecuencia un gel lubricante para no hacerse daño cuando se acostase conmigo.
Ana empezó a soltar gemiditos agudos y a moverse acompasadamente. Lo único que hacía yo era dejar lánguidamente que me montara. Ya se cansaría.
Se me cerraron los párpados como en un acto de supervivencia. Solo podía follar con mi mujer cuando me imaginaba que era Nazaret, y no Ana, quien estaba conmigo.
«Piensa que es ella —me recordé mentalmente, mientras el placer se intensificaba—. Piensa que es Nazaret quien te cabalga.»
La fuerza de la imaginación estuvo a punto de hacerme cometer un grave error: susurrar el nombre de Nazaret. Por fortuna me detuve a tiempo.
Al final, apretando la boca y los puños, aullando en mi cabeza como un animal salvaje, me corrí dentro de mi mujer.
No, no. Para ser exactos, lo hice dentro de Ana.
Ella había dejado de ser mi mujer.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...