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—Necesita unas cuantas correcciones, de eso no me cabe duda —constató el señor Calasanz, mientras pasaba las páginas del manuscrito que yo le había entregado una semana atrás y observaba distraído las anotaciones que había hecho—, pero tampoco tengo duda de que es una novela excelente.

El despacho de Miguel Calasanz me ponía nervioso. Se encontraba en las profundidades de la antigua universidad, sumido en un dédalo de pasillos gélidos y despachos diminutos muy parecidos a celdas monacales.

Sin embargo, el profesor había decorado aquel cuchitril de forma que resultase lo menos angustioso posible.

No había tardado ni una semana, como digo, en leer mi novela, y eso para mí solo podía significar una cosa: le había gustado.

—¿Qué opinión le merece? —pregunté, cada vez más turbado. Tamborileaba un pie sobre el suelo y me retorcía las manos como un jovenzuelo en su primera entrevista de trabajo; en cierto modo era así. Mi futuro literario dependía exclusivamente de aquel hombre que tenía delante.

—Ya se lo he dicho —dijo Calasanz dejándome desarmado con una de sus bonachonas sonrisas—. Es excelente. Buena trama, personajes creíbles, lenguaje limpio y cuidado, y final apoteósico. En cuanto corrija lo que le he explicado página por página, por mí puede prepararse para publicar su novela en nuestra editorial.

El silencio que siguió a su declaración estuvo a punto de volverme loco. ¿Había oído bien? ¿De verdad decía que mi obra era lo suficientemente buena como para ser publicada en esa editorial?

—Señor Calasanz, no quiero que influya en su decisión el hecho de que Nazaret y yo... —balbuceé, sin saber muy bien cómo continuar.

—Muchacho, ¿por qué se empeña en restarse valor como escritor? —Calasanz dejó el manuscrito sobre el escritorio y se retrepó en su cómoda butaca—. A diario acuden a mí escritores que creen poder publicar sus mediocres obras como y cuando les parezca. Son advenedizos la mayoría. Mi trabajo consiste en separar las novelas mediocres de las que no lo son. Y la suya, señor Montoya, no lo es. En absoluto. —Alzó lenta pero autoritariamente una mano para hacerme callar, en vista de que yo pretendía intervenir—. Independientemente de mi cariño hacia Nazaret, de verdad tengo interés en ver publicado este trabajo. —Hizo un gesto amplio con las manos sobre el manuscrito—. No se lo diría si no lo pensara así.

Un nuevo silencio. El profesor y yo nos miramos mutuamente, él enternecido y yo atontado. El despacho de pronto no me parecía tan angustioso; una brisilla fresca entraba por la ventana abierta, arrastrando consigo los dulces perfumes de las flores del jardín. La primavera parecía haberse adelantado aquel año.

—Por supuesto, no será un camino de rosas —me recalcó Calasanz—. El trabajo del escritor no consiste solo en aportar la materia prima. Ha de estar al pie del cañón para que su obra se publique lo más perfectamente posible. ¿Está dispuesto a ello?

Dejé que transcurrieran algunos segundos que empleé en sonreír como un bobo. En mi interior se apelotonaban emociones y más emociones encontradas: miedo, euforia, inseguridad, dudas...

Finalmente asentí, dándole la mano a aquel hombre que, como Nazaret, me ofrecía de buen grado un puente a la felicidad.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora