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En aquella ocasión mis sensaciones fueron radicalmente distintas. Era la segunda vez que iba al hospital en poco tiempo, y si bien la primera había estado verdaderamente asustado, ahora lo que notaba crecer en mi interior era una hiriente mezcolanza de cólera, animadversión y repugnancia. Ana era una estúpida y una irresponsable, y yo un rematado idiota por haberme dejado moldear por ella durante aquel tiempo. El asco que sentía era tanto hacia ella como hacia mí mismo.

El hospital seguía siendo un gigantesco hormiguero lleno de pasillos, fluorescentes y personas de caras tristes. El mismo hedor pegajoso a medicamentos y a senectud; el mismo ambiente denso, cargado de temores y de malos recuerdos; la misma sensación insidiosa de estar al borde de un abismo invisible.

En la recepción se me indicó que Ana continuaba en Urgencias, y cuando llegué me encontré con que Mateo, Teresa, el niño y el monumental búlgaro ya se encontraban allí.

Teresa, como era de esperar, estaba cerca de sufrir un ataque de nervios, y tecleaba histéricamente algo en su teléfono móvil mientras daba saltitos como una niña pequeña; deduje al momento que debía de estar publicando la noticia en Facebook para que sus amigos estuvieran enterados. La pobre muchacha me resultaba insufrible.

El enorme búlgaro, impávido, vagaba de acá para allá sin rumbo fijo, como si estuviera esperando su turno en la cola del banco, y el niño correteaba por ahí como una bestezuela salvaje, incomodando con sus gritos y risotadas a todo el mundo.

Pero sin duda quien más me impresionó fue Mateo. Su expresión facial era de lo más elocuente: al verme aparecer me miró como si yo tuviera la culpa de lo sucedido. Yo parecía haber obligado a Ana a emborracharse aquella noche.

Supe que mi suegro me acusaría de todo antes de que yo pudiese siquiera despegar los labios.

—Por fin apareces —me reprochó, encogiéndose teatralmente de hombros.

—El subteniente no me ha permitido salir antes —me justifiqué—. Había mucho trabajo hoy en el bar.

Mateo torció el gesto formando un mohín desdeñoso. ¡Cuánto odiaba lo impertinente de su carácter!

—¿Se sabe algo de ella o del bebé? —pregunté, procurando no insinuar ni un ápice del desprecio que sentía hacia todos aquellos indeseables que decían ser mi familia política. Las ganas de mandarlo todo al carajo y salir de allí se volvieron insoportablemente poderosas. Tuve que apretar las manos en sendos puños para reprimir la ira que me corroía dentro de las tripas.

—Siguen en riesgo los dos —tartamudeó Teresa, levantando fugazmente los ojos de la pantalla de su móvil para mostrarnos una cara congestionada por las lágrimas—. ¡Oh, Ana! —exclamó, tras lo que se sonó ruidosamente los mocos, llamando la atención de la gente que teníamos alrededor.

Mateo se aproximó a ella y le palmeó un hombro.

Inmediatamente después, me lanzó una mirada llena de odio.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora