—¿Cómo ha dicho que se llama esa mujer a la que está buscando?
—Nazaret —repetí, intentando no mostrar la impaciencia que me reconcomía por dentro.
La recepcionista del hospital, pálida como una muerta y asustadiza como una liebre, no dejaba de mirarme con la expresión de quien se topa con un perturbado mental, si bien he de admitir que mi semblante y mis maneras de actuar no debían ser las de una persona muy equilibrada. Lo cierto es que estaba frenético. Tenía que dar miedo.
Miré el reloj de mi muñeca y comprobé que pasaban de las nueve y veinte. Había ido por la carretera como una exhalación, pero no me había sido posible llegar antes. Nazaret ya llevaría un rato haciéndose las dichosas pruebas del corazón.
Me daban ganas de arrearme cabezazos contra la pared. ¿Por qué coño me había fiado de Ana? Y aún peor, ¿cómo podía haberle fallado así a Nazaret?
No me lo perdonaría nunca. Ella había confiado en mí y yo había metido la pata hasta el mismo fondo.
La recepcionista se recolocó un mechón de pelo tras la oreja, tragó saliva nerviosamente y comenzó a teclear algo en su ordenador. El aparato zumbaba como un avispero. Y mientras tanto yo tamborileaba los dedos sobre el mostrador de recepción.
—Hace un rato que está esperando en el box 9 de Cardiología —me indicó por fin la sosa recepcionista, de nuevo mirándome como a un criminal—. ¿Quién es usted? ¿Tiene algún vínculo con ella?
«Soy el hombre de su vida, pedazo de imbécil», pensé ácidamente.
—No —negué, apretando los puños para contener un improperio—. Soy solo un amigo. Uno que ha llegado estúpidamente tarde.
La recepcionista puso cara de comprenderme. Cabeceó una sola vez y volvió a teclear algo.
La gente pululaba plácidamente a mi alrededor. Un hospital, pienso, es un vertedero de sentimientos y de energías, y aquel no era ninguna excepción.
—Bueno —comentó la mujer en mitad de un suspiro—, oficialmente no debería dejarle visitarla, pero entiendo que quiera verla. —Hizo una breve pausa durante la que sonrió afablemente—. Tranquilícese, ¿de acuerdo? Vaya con la señorita Alcázar. Le agradecerá su compañía. Sexta planta, box 9 de Cardiología. No me dé las gracias.
Tomé aire, hice un asentimiento y me alejé de la recepción rumbo a los ascensores. Conmigo subieron unas veinte personas más. En aquel opresivo espacio estábamos más apiñados que en una tumba.
Por fin, el ascensor me dejó en la sexta planta; conformaba la sección de Cardiología un aséptico entramado de habitaciones y pasillos atestados de gente.
Encontré el box 9 casi por casualidad. Una vez allí, el olor a medicamentos, a desinfectante, a lejía y a muerte consiguió revolverme las vísceras.
La puerta estaba entreabierta. Al otro lado, luz muy pura y silencio.
—Anda, pasa —me dijo alguien desde el interior.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...