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Miguel Calasanz resultó ser, para sorpresa mía, un hombre cercano, humilde y encantador. Se trataba de un anciano de, calculaba, unos setenta inviernos cumplidos. Tenía buena planta y andaba erguido, gallardo, casi marcial. Iba vestido con un impecable traje de cheviot color avellana, además de bien peinado y mejor afeitado. Olía a una colonia cara y hablaba con una total corrección, tan perfecta y esmeradamente que parecía estar dando clase a un alumno de su facultad.

—Nazaret es una chica extraordinaria —comentó, mientras agitaba la cucharilla dentro de su taza de café. El humeante líquido marrón expulsaba un aroma delicioso.

Habíamos quedado esa húmeda mañana en una bonita cafetería vintage, a un par de manzanas de la Librería Minerva. Afortunadamente no había allí casi nadie, salvo una mujer con aspecto de deprimida y un par de jovenzuelos enamorados haciéndose arrumacos.

—¿Era buena estudiante? —pregunté, interesado.

Cualquier cosa que pudiera tener relación con Nazaret Alcázar me interesaba sobremanera.

—No lo diría exactamente así —contestó el señor Calasanz, mirándome largamente con sus bonachones ojos castaños—. Sacaba buenas notas y atendía mucho en clase. Cuando se graduó no dejamos de vernos para charlar. —Hizo un paréntesis dramático y le dio un sorbo a su taza—. Una pena lo de su afección.

—¿Está enterado de eso?

—Hace tiempo que lo sé. Tal vez por eso tenga una personalidad tan excepcional. Yo diría modestamente que siente pasión por la vida.

Sonreí como un bobo al oírle decir aquello. Nazaret Alcázar no era de las que se dejaban conocer fácilmente. Si el señor Calasanz la conocía bien, debía sentirse muy afortunado.

—Parece que sabe lo que dice.

—Por eso mismo accedí a verle a usted, señor Montoya —dijo el profesor, esbozando una sonrisa tan cariñosa que logró ponerme nervioso—. Nazaret tiene un interés especial en su obra literaria. Usted mismo parece fascinarla, y ya sabe lo difícil que es eso.

—Sí, es complicado atraerla.

—Usted la quiere, ¿verdad?

Me quedé paralizado, boquiabierto, atónito. El profesor era un viejo encantador, pero desde luego no tenía ni un pelo de tonto; era, de hecho, intuitivo y muy perspicaz.

—¿Tan evidente es? —pregunté en tono desvalido.

—Hijo, llevo treinta años dando clase a jóvenes en la universidad —me dijo Miguel Calasanz con ternura—. Reconozco el amor en cuanto lo veo. Usted está enamorado de ella, y sé que ella le corresponde de igual modo. ¿Y sabe otra cosa? Nazaret se merece ser feliz.

—¿Cree que no pienso lo mismo? Su felicidad es una obsesión para mí.

—En ese caso —dijo el profesor, resueltamente—, hablemos de literatura, ¿no le parece? 

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora