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Nazaret. Nazaret. El nombre de mi preciosa amante repicaba en mi cerebro como una campana en su espadaña.

Y esa campana tocaba a muerto.

«No me lo perdonará —pensé, llevándome las manos a la cabeza y mirando por la ventana, sin percatarme de la intensa nevada que caía al otro lado del cristal—. No lo hará jamás.»

No sabía qué hacer, ni qué pensar, ni cómo sentirme. Solo sabía que algo acababa de desgarrarse dentro de mí, y que el desgarro aún se agrandaría más con el paso del tiempo.

En las profundidades de mi corazón podía escuchar los lamentos de una criatura sin nombre que agonizaba sin que yo pudiera evitarlo.

Sí, estaba volviendo a morirme.

De repente las piezas del puzzle fueron encajando una a una, como si una fuerza invisible las colocara por mí. Mi mujer había empezado a preocuparse por mi comportamiento precisamente por esas fechas, y en lugar de preguntar qué ocurría lo que había hecho había sido intentar complacerme a través del sexo, aun a sabiendas de que muchas veces yo no tenía ganas de hacer nada.

Ana me había estado reteniendo en su vida utilizando mi propia naturaleza caprichosa, mi carácter pasional, incluso mi inmadurez. Ahora, las consecuencias iban a ser desastrosas.

Era incluso posible que se hubiese quedado embarazada adrede, por temor a que yo la abandonara.

La verdad simple y llana era que me había atrapado, y lo había hecho de la manera más miserable y rastrera del mundo: utilizando a una tercera persona —en este caso su embarazo— para crear en mí un fuerte sentimiento de culpa. Me estaba obligando a quedarme con ella y con el bebé cuando naciera.

Aquello solo podía ser idea de sus amigas las arpías feministas, o bien de Mateo. Ana había deseado encadenarme a ella de algún modo, y la muy desgraciada por fin lo había conseguido.

Yo era inconstante y caprichoso, sí, pero no era ningún irresponsable. El niño no tenía por qué quedarse sin padre solo porque su madre fuese una controladora obsesiva.

Lo que verdaderamente me pedía el cuerpo era hacer una sencilla maleta y marcharme de allí cagando chispas, sin mirar ni una sola vez atrás. Llegaría a la casa de Nazaret llorando con el desconsuelo que me invadía el corazón, caería de hinojos a sus pies y la suplicaría algo parecido al derecho de asilo.

Y que Ana se las viera sola con su propia iniquidad.

Sin embargo no podía hacer nada ni siquiera parecido. La nieve ya debía tener dos palmos de espesor. Imposible moverme de casa, como no fuera andando.

Así, se me ocurrió la brillante idea de volver a la Librería Minerva. Si no podía estar con Nazaret, al menos estaría en un lugar que ella amase.

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora