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Lo cierto es que no me sorprendió ni pizca la reacción que tuvo Nazaret nada más girarse para verme aparecer. Yo caminaba hacia ella en pelota picada, a zancadas, sin ningún temor a hacer el ridículo. Ése era mi auténtico yo, el Lázaro desnudo, un individuo al que le importaba tres cojones el resto del mundo y quienes vivieran en él. Lo que había allí no era un álter ego, ni mucho menos; el hombre verdadero era el que ahora, desnudo y empapado, frío por fuera pero inflamado por dentro, se impacientaba por reclamar lo que le pertenecía.

¿Acaso había adquirido algún derecho especial con Nazaret? No, en realidad no. Pero no me importaba. Tenía que intentarlo.

Nazaret tenía que ser mía. Su cuerpo y su alma eran de mi propiedad. Puede sonar machista y retrógrado, pero no lo es; cuando un ser humano, sea hombre o mujer, experimenta una emoción tan fuerte hacia otro, ese otro se convierte en sí mismo en una meta a alcanzar. El paraíso hecho carne, hecho hombre o hecho mujer. Nazaret era mi paraíso, y no quería compartirlo con ningún otro Adán.

—¡Nazaret! —repetí, casi desgañitándome, al ver que ella no decía nada. Solo sonreía, como si todo el rato hubiera sabido que yo estaba ahí.

«Como en la biblioteca», pensé de pronto. En ese momento, Nazaret hizo algo que me dejó un tanto extrañado: arrojó la toalla al suelo, echó a correr hacia el arroyo y volvió a zambullirse en sus aguas.

Cuando volvió a salir emitió una carcajada límpida y sonora, un cántico de libertad y de alegría de vivir.

Quise decirle que saliera del agua, que debíamos hablar, pero pensándolo mejor, ¿no estaba yo mojado por la lluvia? ¿Qué más me daba un poco más?

El agua del arroyo estaba helada, pero tardé poco en acostumbrarme. Mis pies anduvieron sobre un lodo en parte escurridizo y en parte pedregoso. El nivel de la corriente me llegó hasta el ombligo cuando tuve por fin a Nazaret delante de mí.

Su sonrisa era aún más amplia, más descarada; en ella se insinuaba una satisfacción cuya causa yo adiviné enseguida: era la satisfacción de una conquista, de un triunfo tras una feroz batalla.

De nuevo, Nazaret Alcázar me había llevado a su terreno, y una vez en él me había vencido.

Claro que yo, el perdedor, aún podía llevarme algo bueno entre las uñas. Yo también quería ganar.

—Has venido —dijo ella, sin dejar de mirarme con aquellos ojos suyos capaces de leerme hasta el alma y de abrasarme por dentro. Me notaba calcinado, consumido por un fuego líquido, purificador. La lluvia, la flama, el amor.

Sí, la amaba. Dios, la amaba.

—Sin avisar, lo sé —mascullé, sosteniéndole la mirada—. Necesito decirte algo.

—Dispara.

Dejé transcurrir unos segundos. Después, solté el disparo a bocajarro:

—Quiero ser el único. Quiero tenerte para mí solo.

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora