El mugriento tugurio estaba abarrotado de parroquianos, hasta la mismísima bandera. Para llegar a la barra nos vimos obligados a sortear multitud de personas, muchas de pie y otras sentadas a las mesas.
El estruendo allí dentro era infernal: voces y risas se entremezclaban con el tintineo de vasos y copas, y el arrastrar de sillas y taburetes con el heterogéneo ruido de los zapatos sobre el viejo entarimado del suelo.
El contraste entre el mordiente frío de la intemperie y el calor oleaginoso del bar hizo que nada más entrar sintiera la necesidad de quitarme el abrigo.
Nos instalamos en un rincón de la larga barra a duras penas, junto a dos carcamales que tomaban sendas copas de un vino tan viscoso como el alquitrán. Por su aspecto no debía estar muy bueno.
—¿Qué vas a tomar? —pregunté, elevando el tono de voz para hacerme oír entre la algarabía.
Nazaret no me dijo nada. Sencillamente me miró y sonrió de soslayo como diciendo: «Vaya pregunta.»
Comprendí el significado de su gesto al instante. Sonriendo también, me puse de puntillas junto a la barra y llamé la atención del camarero, un tipo gordinflón de ojos azules y aire chabacano que se nos aproximó como con desidia.
—¿Qué os pongo por aquí? —rebuznó, ignoraba si de mal humor o no.
—Una copa de vermut y una cerveza —contesté a voz en cuello. La estruendosa muchedumbre me impedía hablar en mi tono habitual.
—¿Vermut rojo o blanco?
—Rojo, por favor.
—La cerveza, ¿de botellín o lata?
—Botellín —indiqué.
El camarero hizo un fugaz asentimiento con la cabeza y se alejó de nosotros para prepararnos lo que habíamos pedido.
Nazaret se acercó a mí de repente. Me acarició el cuello con los labios tan rápidamente que apenas me di cuenta; después me susurró al oído:
—Voy un momento al aseo.
Se extravió entonces en el gentío, dejándome más cachondo que una mona. Ella sí sabía cómo excitarme, y sabía que mi gran debilidad era el cuello.
De todos modos, hiciera lo que hiciese era consciente de que me volvería loco de deseo.
Para apagar la flama se me ocurrió sacar uno de los libros que había comprado y echarle un vistazo. Si me distraía con algo, era posible que lograra devolverle a mi polla sus dimensiones normales.
Las desventuras del joven Werther siempre había estado entre mis libros más codiciados, una de esas obras literarias que ansiaba poseer pero que nunca hallaba en ninguna parte.
Era una edición moderna y tenía una introducción escrita por un autor competente, además de buenas aclaraciones a pie de página.
Lo abrí aleatoriamente y me dispuse a leer una de las cartas que componían la obra. La expresión epistolar siempre me había fascinado, en especial la romántica.
Una simple lectura rápida bastó para que mi corazón se anegara en emociones encontradas:
¿Qué significa esta frenética e ilimitada pasión? No adoro a nadie más que a ella; en mi imaginación no aparece ninguna imagen más que la suya y de cuanto me rodea solamente veo lo que guarda relación con ella. Y esto me proporciona tantas horas de felicidad... ¡hasta que tengo que separarme nuevamente de ella!
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...