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—¿Qué estás diciéndome?

Cuando Alonso ponía aquella cara, con los ojos fuera de las cuencas y la boca temblorosa, me daban ganas de echarme a reír. Tenía un aspecto de lo más cómico.

—Ana me está engañando —repetí, apretando los labios para contener la sonrisilla que luchaba por aflorar en mi cara.

Mi inquisitivo compañero de trabajo no se percató de mi expresión divertida; por el contrario, permaneció un rato con la boca abierta y la mirada loca, contemplándome como si yo fuera un espectro o un muerto viviente.

—¿Estás completamente seguro de eso?

No pude responderle de inmediato. El bar estaba hasta arriba de carcamales, todos exigiéndonos un servicio adecuado que, por supuesto, no podíamos ofrecer; el subteniente Molinero no había tenido la precaución de contratar a otro camarero civil como lo era Alonso. En consecuencia solo estábamos los dos para atender la barra y las mesas del comedor.

En resumidas cuentas, se trataba de un día de mierda.

—Sé que no fue muy ético por mi parte —expliqué sin un atisbo de arrepentimiento—, pero le miré el móvil cuando se lo dejó en casa ayer.

El gesto de estupefacción de mi compañero aún se agravó más.

—¿Y qué encontraste?

Se lo conté con pelos y señales. A medida que las palabras fluían de mi boca, la cara de Alonso se iba desencajando más y más, volviéndose lívida y ojerosa.

—¿Y el niño, entonces? —quiso saber cuando yo acabé mis explicaciones.

—No es mío —respondí, conteniendo de nuevo la sonrisa—, es del tío ese, Agustín Maroto. Lo decía él mismo.

Alonso no supo qué decir. Su semblante lo decía todo, incluso lo que no se atrevía a confesar. De alguna forma, aunque no sé cómo, adiviné sus sentimientos: indignación, asombro, rabia, incluso dolor. Sí, a mi compañero le dolía sobremanera haberse enterado de todo aquello. Ya he dicho con anterioridad que para Alonso éramos la pareja perfecta, o lo habíamos sido hasta hacía poco tiempo. Al menos hasta que yo lo había fastidiado todo haciéndome un perfil en Art Of Love.

Alonso debía de pensar que yo tenía la culpa de que ahora Ana se hubiera quedado embarazada de otro.

—Supongo que esto ya no tiene ninguna solución, ¿no? —dijo, con los hombros caídos y el gesto sombrío, apenado.

—No, Alonso. —Sacudí la cabeza en un gesto de negación—. Ya no hay solución.

—¿Y qué vas a hacer?

Me quedé mudo un instante, mordiéndome el labio inferior. Estaba disgustado. Sabía perfectamente que no podría tolerar aquella situación por más tiempo, que Ana y yo nos separaríamos a no mucho tardar.

Yo admitía abiertamente haberle puesto los cuernos a ella, pero ella también me los había puesto a mí, y por lo que parecía, más o menos al mismo tiempo que yo. Ana había empezado a hablar con ese tal Maroto cuando yo había empezado a hacerlo con Nazaret. La traición había sido mutua y simultánea; tan culpable era ella como yo.

—Voy a hacer lo que debería haber hecho hace tiempo —declaré, mirando significativamente a mi preocupado compañero.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora