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Lázaro Montoya se estaba convirtiendo en un perfecto idiota, un idiota que pese a todas las amarguras comenzaba a palpar algo seguro en la oscuridad.

Ese era yo. Un renacido.

El único gran problema era que despertaba a un mundo nuevo y desconocido sin haber roto con el anterior, el mundo agonizante que no acababa de dejarme en libertad. ¿Cómo podría librarme de él?

Sabía bien que por muchas vueltas que le diese, no encontraría una solución aceptable e inocua a corto plazo.

Además, ignoraba qué clase de mundo era ese que acababa de descubrir. Nazaret Alcázar me había abierto la puerta a ese mundo, pero no de par en par, sino solo una rendija. Una maldita rendija. Había percibido cosas maravillosas, sí, aunque debía sopesar aún si eran reales o un producto de mi enfermiza imaginación.

No podía estar seguro de nada, y menos de mí mismo. ¿Y si lo que veía no era verdad? ¿Y si me lo estaba inventando todo? ¿Y si era lo que yo necesitaba ver?

A pesar de la espantosa resaca, Ana fue a trabajar a la mañana siguiente. Y estaría fuera hasta pasadas las tres de la tarde. Milagrosamente, yo libraba, de modo que se me ocurrió volver a la biblioteca con mi ordenador portátil para conectarme a A.O.L. desde allí y esperar. esperarla a ella.

No podía imaginar nada mejor que una dulce espera, rodeado de libros y bañado por la aséptica luz de los fluorescentes. Claro que no me limitaría solo a esperar.

La fiebre de todos los escritores me atacó con la rabia de una enfermedad tropical. Necesitaba escribir, pero desde luego no cualquier cosa; desde la noche pasada me había convencido de que escribiría una serie de relatos cortos, sin conexión entre sí, pero todos con la misma temática: el amor, el sexo, el erotismo y la sensualidad.

Desde lo más recóndito de mi mente era capaz de vislumbrar el aspecto físico de Nazaret Alcázar. Sería completamente distinta de Ana. Mi mujer tenía el pelo liso y de un color miel muy bonito, la carita redonda y carnosa, los ojos muy verdes y una boca grande, predispuesta a la sonrisa. Y llevaba gafas, como yo, aunque a veces usaba lentillas.

No, Nazaret no podía ser así. No podía parecerse a Ana, ni a ninguna otra mujer que yo conociera. Nazaret tenía que parecerse al dibujo de Rossetti. Debía ser la Jane Morris que ella misma había elegido para su perfil de A.O.L., y nada más.

La imaginaba con el cabello negro, rizado, rebelde, y con una mirada traviesa y candorosa a la vez. No sonreiría con facilidad, sino solo cuando la ocasión lo mereciera. El torso estrecho, las caderas torneadas, la piel rosácea, los pechos redondos y bien hechos. Sus pezones castaños, rotundos, unos pezones ideales para ser acariciados y lamidos. Su voz sería suave pero decidida, sus gestos misteriosos, los pensamientos bien ocultos en su cabeza. Fría de trato pero fogosa en la cama. Muy fogosa.

Así la imaginaba.

Nazaret, Nazaret... Pero, ¿y si no era como yo esperaba? ¿Y si me llevaba una decepción? ¿Y si me estaba encaprichando de alguien que no existía?

El temor a equivocarme no me impidió hacer lo que tenía previsto: llegar a la biblioteca, dedicarle una sonrisa hipócrita a la escuálida del mostrador —que como era su costumbre soltó una de sus displicencias—, y subir a la sala de lectura, que naturalmente estaba vacía.

Una vez allí, escogí uno de los escritorios más cercanos a los ventanales y lo ocupé.

Comenzaba la espera.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora