Tardé un buen rato en asimilar lo que Nazaret acababa de contarme. ¿Cardiopatía isquémica? ¿Muerte súbita? Mis desorbitados ojos se posaron en su rostro, un rostro joven y adorable que yo había aprendido a amar. Estaba loco de pánico.
Sin que pudiera evitarlo, mis labios y mis piernas se pusieron a temblar. «Nazaret puede morir de repente.» ¡Dios mío! La simple idea resultaba indescriptiblemente dolorosa, casi irreal. ¡Nazaret Alcázar estaba llena de vida! ¿Cómo podía estar a un paso de la muerte?
—Nazaret, yo... —tartamudeé, alzando las manos en un gesto de impotencia.
—No digas nada melodramático —me interrumpió ella secamente—. No quiero que tu actitud cambie, ¿de acuerdo?
Volví a poner cara de estupefacción.
—¿Te parece que puedo quedarme indiferente después de saber que...? —balbuceé, incapaz de mantener la voz calma. Me temblaba—. Nazaret, acabas de decirme que puedes morir de un momento a otro. ¿Cómo se supone que tengo que reaccionar?
—Ni quiero ni necesito que me compadezcas —dijo Nazaret entonces. No me pasó desapercibido el tono de amenaza que se insinuaba en su voz.
—No voy a compadecerte —aseguré, con una confianza que estaba muy lejos de sentir—. Solo me preocupo. —Hice un paréntesis para ordenar las ideas y al cabo pregunté—: ¿Qué te han dicho los médicos?
—Que evite a toda costa situaciones de estrés. Comida sana, vida sana. Salir a andar y beber agua, que es lo que te dicen siempre.
—¿Y la medicación?
—Perfectamente controlada. —Nazaret paseó la mano por una de las fucsias encarnadas y sonrió de refilón—. Así que además de mi amigo y mi amante, ¿piensas ser también mi médico?
—Eso no tiene ninguna gracia. —Resoplé como un animal furibundo. Estaba cabreado como una mona, pero no exactamente con Nazaret, sino más bien con algo indeterminado, algo que no podía describir—. ¿Cuándo pensabas decírmelo, joder? ¿Cuando alguien ya hubiera elegido tu epitafio?
—Lázaro, cálmate, ¿de acuerdo? —me pidió Nazaret, algo exasperada—. Es improbable que me muera de esto a corto plazo.
Despegué los labios para soltar alguna inconveniencia, pero me detuve. En lugar de eso, mis ojos se llenaron de lágrimas y comencé a llorar.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...