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Salí del hospital dando zancadas como un demente y con las súplicas de Ana retumbando en mis oídos. En principio no quiso creerme cuando le dije que tenía dos maletas en el coche, llenas con mis más preciadas pertenencias, pero después, observando mi rostro serio, arisco, indiferente, su escepticismo se convirtió en horror. De verdad estaba dispuesto a irme.

Quizá mi reacción fuese un tanto infantil, pero no estaba en absoluto dispuesto a pasar una sola noche más bajo el mismo techo que ella. Si me quedaba, ella podía hacer dos cosas: lloriquear hasta reblandecerme, o follarme como si yo no tuviese ningún raciocinio. Cabía también una tercera opción, y era que intentase una cosa u otra, y que a mí se me inflaran los cojones y me marchase de allí dando un portazo.

La verdad, no quise darle el gusto. Ninguna de las tres opciones me resultaba muy apetecible.

Así, por mucho que sollozó y maldijo, no le hice el menor caso. Se puso a dar gritos como si estuviera loca, y al salir le dije a un médico que le dieran un buen tranquilizante, un Valium, un Lexatin o algo similar. El escándalo que montó me dio vergüenza.

Fuera ya del hospital respiré profundamente. Cerré los ojos y me concentré en percibir los olores que el aire llevaba consigo. Polución del tráfico, neumáticos, chapa caliente, pero también frescor de agua y plantas. Había unos jardines excesivamente cuidados cerca de la entrada, lo que le daba al lugar un aspecto de lo más agradable.

Mis labios se curvaron en una sonrisa de auténtica euforia. Por fin me sentía verdaderamente libre. Aún tendría que divorciarme de mi mujer y soportar algunas malas caras, pero ¿qué coño era eso, comparado con el gran paso que había dado? ¡Me marchaba! ¡Realmente me marchaba!

Con los ojos aún cerrados y la sonrisa boba en la cara, pensé en Miguel Calasanz, en la inminente publicación de mi primera novela, en Nazaret Alcázar, en su casa, en su gato blanco y negro, en su precioso invernadero victoriano. ¿De verdad me estaba ocurriendo todo aquello a mí?

Me acordé de repente de que no había llamado a Nazaret. el coche me esperaba en el aparcamiento trasero del hospital, y en él mis dos maletas, pero sin el beneplácito de Nazaret yo no podría ir a ninguna parte. Necesitaba saber si ella me acogería.

—Llamas justo en el momento más oportuno —dijo con voz alegre como un día sin nubes—.Miguel ha venido a verme, y ha traído cierta cosa consigo, una cosa que te va a gustar, creo.

—He estado con él esta mañana —comenté, con la sensación de haber estado en la universidad hacía una eternidad—. Viejo zorro... —Me reí y después pregunté—: ¿De qué se trata?

—¿Puedes venir a casa?

«A partir de ahora, si tú me dejas, estaré allí siempre.»

—Claro que puedo —respondí resueltamente—. De hecho necesitaba preguntarte si podía quedarme contigo... un tiempo.

Al otro lado del teléfono se hizo un gran silencio. Si conocía bien a Nazaret, debía estar reflexionando a toda velocidad.

—Ven a casa —terminó diciendo—, y así me cuentas lo que ha pasado.

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora