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En ese momento no supe qué hacer. Ya no estaba completamente solo allí, y por tanto todos mis movimientos serían vistos, todos los sonidos que yo emitiese serían escuchados, y cualquier cosa que yo hiciera, ella lo analizaría con esos inquisidores ojos llenos de curiosidad estudiantil. ¿Estaba yo acaso dispuesto a someterme a su juicio?

Volvió a asaltarme una oleada de amargura. La chica era guapa, tenía buen cuerpo, y me apostaba un dineral a que además era inteligente. Intolerablemente inteligente. Yo debía tener diez años más que ella, quizá más. ¿Cómo iba a exponerme a sus miradas?

En otras circunstancias —y en otros tiempos— lo habría hecho sin el menor sentido del ridículo. Nunca me ha dado miedo tratar con mujeres o estar en su compañía. Entonces, ¿por qué le temía tanto a lo que esa en concreto pudiera pensar de mí?

«Porque es demasiado guapa, demasiado normal para que se fije en alguien como tú.» Sacudí la cabeza, malhumorado. No le tenía miedo a lo que opinara de mí, sino a que no tuviera ninguna opinión. Que no llamase su atención ni para bien ni para mal. Eso era lo que me mortificaba.

No acabo de comprender cómo pude sacar fuerzas de flaqueza y salir de mi patético escondrijo. No tenía por qué enfrentarme a la muchacha desconocida, pero mi alma me decía otra cosa.

Atreverme a ser observado y criticado significaba también atreverme a vivir. Treintañera contra cuarentón. La lucha prometía ser cuanto menos entretenida.

Eché a andar con fingida naturalidad hacia las filas de escritorios que llenaban el eje de la sala. Pasé junto a la chica, que como era lógico ni levantó la mirada. Primera andanada: tocado.

Emití un débil carraspeo como si así quisiera hacerme notar, escogí uno de los escritorios que quedaban a unos metros frente a la chica y me senté para simular leer.

No sé durante cuánto tiempo estuve vigilándola, bajando los ojos cuando ella los alzaba, y procurando captar hasta el sonido de su respiración.

Aquel no era más que un juego en el que solo participaba yo, o eso creía, hasta que ella subió el rostro y me miró directamente a los ojos. Fruncía el ceño. No me cabía duda: me había descubierto.

Su actitud cambió de golpe. Revolvió furiosamente dentro de un estuche naranja y sacó de él una pluma plateada con pinta de ser bastante cara. Una Franklin Covey, o tal vez una Parker. ¿Una estudiante, con una pluma cara? El hecho me sorprendió.

Con ella en la mano, la chica escribió algo en un papel; acto seguido recogió todos los libros, los metió en su bolso y se marchó de allí sin decir una sola palabra.

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora