Enviar. Ahora a esperar. Nazaret tendría que darme muy buenas explicaciones para poder ganarse de nuevo mi confianza.
Me encogí de hombros y di un par de vueltas tontas por la terraza, contemplando las jardineras donde tenía las plantas. El perejil estaba exuberante y los tomates ya se iban poniendo rosáceos.
A pesar de la mala época, los hierbajos y las hortalizas salían con fuerza.
Todo eso me daba exactamente igual. Habitualmente me divertía saber que desataba las envidias de los vecinos, en especial Marga, la morsa bigotuda del piso de abajo. La muy asquerosa espiaba en los rellanos de la escalera cuando creía que nadie la observaba.
Mis ojos se posaban una y otra vez en la pantalla del móvil. Nazaret no se conectaba a AOLine, y por tanto no podía leer mi mensaje.
No podría precisar el número de veces que leí mis propias palabras, tratando de vislumbrar en ellas algo que pudiera resultar demasiado ofensivo para ella. A fin de cuentas, el engañado era yo.
Nazaret tenía que entenderme y aceptar. Era una mujer inteligente. Tenía que entender mis motivos.
Ahora bien, ¿entendería yo los suyos? ¿La entendería cuando me los explicase? ¿Podría perdonarla?
El corazón me dio un vuelco al ver que Nazaret acababa de conectarse al chat de AOLine. Después de un instante, el chat me advirtió que había leído el mensaje.
Recé una oración pidiendo no se sabía qué. No tenía manera de saber qué ideas se le estarían pasando por la cabeza.
La niebla se fue transformando en una lluvia fría y machacona, y pronto terminé empapado de la cabeza a los pies. Me refugié bajo el entoldado gris que había puesto allí para las plantas más delicadas.
La miraba no se me iba de la pantalla. Nazaret no escribía nada. Seguía conectada, pero no tocaba ni una letra. Sencillamente el chat parecía haberse muerto. Ahí estaba, y al mismo tiempo no estaba.
Las preguntas se agolpaban en mi cerebro como zánganos en un panal. Tanta inactividad me mortificaba de una manera que ni siquiera me atrevía a confesarme a mí mismo.
La lluvia se volvió un aguacero descomunal. En octubre era normal que el tiempo empeorase de un rato para otro, y que mejorase con la misma rapidez.
El agua se acumuló sobre el toldo y comenzó a chorrear. El suelo se encharcó. Un trueno retumbó en la lejanía.
El frío hizo que me estremeciera, pero aún era peor la sensación que me producía saber que Nazaret no quería responderme.
Tenía el corazón encogido bajo las costillas y la boca tan seca como el polvo. Nazaret. Nazaret. Todos mis pensamientos se centraban en ella.
El rencor dio paso a un ligero remordimiento, y el remordimiento pasó a ser tristeza, una tristeza tan profunda que me sentí desesperado.
Más aún cuando comprobé, un par de minutos después, que Nazaret se había desconectado.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...