Las correcciones que Miguel Calasanz había hecho en mi manuscrito fueron numerosas, y algunas un tanto arduas; tardé varias semanas en reorganizarlo todo tal y como él me había pedido, pero cuando finalicé tuve que admitir que el resultado fue impresionante: mi novela había adquirido una calidad muy superior a la que yo pensaba que tenía.
Había empezado a sentir por ella —y por mí mismo— un orgullo sano que me permitía tanto alardear de mis virtudes literarias como reconocer mis defectos para, así, poder enmendarlos.
La manera en que pasaba del cielo al infierno resultaba asombrosa; podía estar fantaseando con Nazaret o corrigiendo mis escritos según las indicaciones de Calasanz, y al segundo siguiente toda mi existencia se iba a la mierda cuando mi mujer se ponía a protestar por las molestias del embarazo.
Por su parte, Ana empezó a comportarse peor que de costumbre; en un principio había recibido la noticia de la publicación de mi libro con una inmensa alegría, pero pronto me apercibí de que no se trataba más que de apariencia. Deduje que no debía resultar muy agradable para ella saber que la gran pasión de mi vida, la escritura, ocupaba mi día a día más que su propio bienestar.
La escritura y Nazaret Alcázar eran los grandes motores de mi existencia aunque no lo dijera, y eso Ana debía intuirlo. Mi mujer no era tonta. Su embarazo, en contra de sus estúpidos deseos, no me había hecho cambiar.
Bueno, en realidad eso no era del todo cierto, puesto que la nueva situación, la de ser padre a la fuerza, me había hecho ver que Ana no me quería libre: lo que verdaderamente quería mi mujer era tener un esclavo, una maldita polla con piernas.
Nazaret y yo conectábamos en todo, y eso me resultaba alucinante. El sexo con ella era increíble, pero no solo el sexo lo era: podíamos hablar durante horas sobre libros y escritura, sobre nuestro futuro juntos, sobre música o sobre cine clásico. El tema nos daba igual. No había para mí nada mejor si, incluso, solo permanecíamos juntos, en silencio, acariciándonos y besándonos.
Cada día que pasaba a su lado se convertía en un regalo divino, y cada vez que me separaba de ella me parecía una especie de muerte.
La célebre Jane Austen escribió en Orgullo y prejuicio una frase que, por entonces, retumbaba en mi mente como el trueno de una tormenta que se acercaba:
Muy pocos tenemos suficiente corazón para enamorarnos de verdad sin que nos den alas.
A pesar de mí mismo, de mi propia certeza de ser un cobarde, me daba cuenta de que en realidad estaba siendo lo suficientemente valiente como para amar a una mujer a la que, por el momento, no podría poseer por entero.
No podía decirle a nadie que nos queríamos, ni pasear por la calle cogido de su mano. No podía tener a su lado la vida que realmente deseaba. Todo lo que se me permitía era continuar ocultando mi propia felicidad, pero ¿hasta cuándo verdaderamente aguantaría?
ESTÁS LEYENDO
Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...