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Volví a casa llorando como un gilipollas. Nazaret y yo no habíamos terminado con nuestra relación, pero tampoco habíamos decidido no hacerlo; la inoportuna llamada de mi mujer consiguió acabar con toda posible aclaración al respecto entre los dos.

Ana había chillado al otro lado del teléfono, histérica tras llegar a casa y no encontrarme allí. Mi mujer me quería sumiso y obediente, continuamente encerrado entre las cuatro paredes del piso con la resignada calma de todos los esclavos. Yo no era su marido: era su eunuco, su castrado, su particular objeto de decoración.

Pero eso al final tendría que terminar.

Llovía a cántaros cuando salía del coche y me dirigía al bloque de pisos. Alcé la mirada y localicé la ventana del salón; Ana se encontraba tras el cristal, escudriñando la calle en mi busca.

Un feroz deseo de regresar al coche para huir de allí me invadió de golpe. Estaba tan sumamente harto de Ana y de sus neuras que sospechaba que a no mucho tardar lo mandaría todo a tomar por culo.

La paciencia de un pusilánime también tiene un límite; y la mía se estaba acabando mucho más rápido de lo que en principio había imaginado; un hombre emocionalmente frágil, como era mi caso, carece de fuerzas para romper con alguna de las ataduras de su vida.

Hasta que dice basta, desde luego.

Después el blando, el débil, el bobalicón, se convierte en el malo de la película. Y a mí cada vez se me hacía más claro que quería dejar de ser el tonto de turno para ser, si era necesario, en el hijo de puta del que todo el mundo aberraba; lo que la gente pensara de mí me la traía al pairo, mientras ello no fastidiara mi relación con Nazaret Alcázar.

Me quedé unos instantes quieto bajo el infernal diluvio, mientras observaba por el rabillo del ojo los violentos gestos que Ana me hacía desde la ventana. No hacía falta ser muy listo para adivinar que estaba cabreada; lo que ella no sabía era que yo iba un paso más allá. El odio y el asco me asaltaron al recordar que mi mujer era también mi carcelera, una de esas féminas detestables que la psicología moderna denomina castradoras. ¿Cómo había ido yo a parar a manos de una tía semejante?

Comencé a caminar por la acera dando zancadas para evitar pisar los charcos embarrados entre las baldosas. Mientras tanto, en mi mente no dejaba de rumiar las palabritas que le diría a Ana. ¿Con qué derecho había silenciado la alarma de mi móvil? ¿Y con qué propósito?

Dijera lo que dijese, no permitiría que me amilanase; estaba lo suficientemente enfadado como para ignorar sus estupideces e imponer por la fuerza las mías.

Sí, me daba cuenta de que todas esas cosas no eran más que tonterías sin importancia; Nazaret Alcázar me había enseñado a distinguir lo esencial de la vida, y por ello le estaría eternamente agradecido.

Y eso Ana no lo entendería jamás.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora