Decidí entonces abrirme en canal y ser completamente sincero con Nazaret. Hablar a corazón abierto.
—Nunca había conocido a ninguna mujer a la que le apasionara escribir tanto como a mí —tecleé, el pulso acelerado, la lengua arenosa, la sonrisa tonta curvando mis labios.
Sabía que la mujer de los libros me estaba vigilando, pero me importaba, como vulgarmente se dice, tres cojones. Que me observase todo lo que quisiera. Tenía que saber que yo no podía solo estar atento a ella. «Egocéntrica», pensé, conteniendo las ganas de lanzarle una miradita burlona.
—¿Y qué hay de tu mujer? —me preguntó Nazaret tras un minuto de inactividad—. ¿Es que ella no habla contigo de ello? ¿No te apoya?
Un ligero regusto agrio invadió mi gaznate, como si acabara de subirme la bilis desde el mismo fondo de las tripas. La imagen odiosamente angelical de Ana se materializó en mi cabeza. No quería que la sombra de mi mujer oscureciera la charla entre Nazaret y yo. Sentía que en A.O.L. podía ser otro hombre, un hombre nuevo, libre de compromisos, de responsabilidades, un hombre solitario que no le debía exclusividad a nadie.
—Mi mujer me apoya en todo —escribí, tragando saliva y conteniendo ridículamente la respiración. ¿Qué pensaría Nazaret de mis explicaciones? ¿Que era un desagradecido?—. comprende mi necesidad de escribir y está decidida a seguirme haga lo que haga.
—Entonces, ¿cuál es el problema? —cuestionó Nazaret rápidamente—. ¿Por qué no es suficiente para ti?
—Porque Ana me asfixia. Me apoya tanto con todo que me angustia —contesté, notando que la cólera iba creciendo poco a poco en mi interior.
—No te deja disfrutar de la soledad del escritor.
Me sorprendió la claridad de aquella declaración. Hasta ese momento solo había sufrido, sin darle palabras a la situación. Y ella, con una simple frase, había resumido exactamente lo que me ocurría.
—¿También tú necesitas estar sola para poder escribir?
—No tengo ese problema —me contestó.
—¿Por qué?
—Casi siempre estoy sola.
Interesante. Me retrepé en la silla y escudriñé la pantalla del ordenador, como si así pudiera recorrer los vericuetos virtuales de internet hasta llegar a mi interlocutora, dondequiera que se hallase.
—¿Estás casada? —pregunté—. ¿Vives con alguien?
—No exactamente.
—¿Qué quiere decir eso?
Un segundo. Cinco. Diez. Un minuto. Interminable. Agónico. Apreté los dientes y esperé, con los ojos fijos en el chat. Escribiendo. Respiré con alivio.
—No tengo pareja, pero digamos que jugueteo con varios.
Un helor ligero pero punzante me mordió las entrañas. Me alegraba saber que Nazaret estuviera libre, pero ¿qué diablos significaba juguetear con varios?
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...