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—Escogí esta casa por varias razones —me iba explicando Nazaret, mientras me llevaba de paseo por la finca.

Había dejado de llover, pero el sol se negaba a abandonar su oscuro lecho de nubes plomizas; una niebla espesa de color perla había sustituido a la lluvia, y el aire aún olía a tierra mojada, a hojas secas y a duendes.

—Es un lugar precioso —comenté, echándole un vistazo a la espesa ribera del arroyo, cerca del puente—, pero un poco solitario, ¿no?

—Ésa es una de las razones que me impulsaron a escogerlo —dijo Nazaret con una sonrisa en la boca, franca y arrebatadora—. Necesitaba un lugar tranquilo donde poder vivir.

—Eres muy joven para eso —opiné, quizá demasiado alegremente—. Se supone que los jóvenes van buscando la algarabía de las ciudades. ¿Por qué tú no?

Nazaret se mordió el labio inferior de un modo adorable. Miró a lo lejos, como si pudiera ver más allá del mundo físico.

Me di cuenta de que no era una mujer corriente. Podía sentir lo que nadie sentía, eso era evidente; tenía algo, una especie de don sin nombre. Nazaret Alcázar era alguien especial, y me lo demostraba a cada momento.

—Nunca me han gustado las aglomeraciones —murmuró, cogiendo mientras tanto una hoja de una mata de menta y llevándosela a la boca.

—Y sin embargo no vas a la biblioteca del pueblo, sino a la de mi barrio.

—La del pueblo tiene muy mala iluminación, y además huele a pis —bromeó Nazaret.

No tuve más remedio que reírme. Nunca antes la había visto bromear, ni sonreír de aquella manera tan sencilla, tan encantadora. No estaba interpretando ningún papel; era simplemente ella misma.

—Entonces no me extraña que no vayas —comenté entre risas—. Yo tampoco iría.

—Me gusta esa biblioteca. Es agradable, y apenas hay gente.

Me la quedé mirando larga, reflexivamente. Nazaret Alcázar era muy hermosa cuando se encontraba en su elemento. Era hermosa entre montañas de libros, pero también en mitad de la naturaleza; sin embargo, en una ciudad pasaría totalmente desapercibida, un diente de león brotando de una grieta del asfalto, flor humilde y maravillosa que nadie observa. Nadie, salvo yo.

—¿No te gusta la gente?

—Procuro evitarla.

—¿Por qué?

Un nuevo silencio. Nazaret reflexionaba mordiéndose el labio inferior y frunciendo el ceño. Dios mío, era deliciosa.

—Porque no puedo ser yo misma. La gente me abruma.

—¿Por eso has venido aquí? ¿Huyendo del mundo?

Ella se volvió hacia mí. Sus labios permanecían apretados, pero sus ojos relumbraban debido a alguna clase de emoción secreta. Parecía en paz consigo misma, incluso feliz.

—El mundo es cruel y carece de emociones, Lázaro. Está muerto. Ya deberías saberlo.     

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora