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—¿Es que has perdido la poca cabeza que tenías?

Alonso no le encontraba el menor sentido a lo que yo acababa de contarle. Ese día había más trabajo que de costumbre en el bar, y pululábamos como locos tras la barra, atendiendo a los clientes e intentando no desesperarnos con sus ridículas exigencias.

Llevaba varios meses trabajando en el mohoso bar de la residencia para militares retirados. Un subteniente bigotudo y panzón, el subteniente Molinero, me había contratado allí por cortesía de mi querido suegro. Nótese el sarcasmo.

Mi compañero de trabajo, Alonso Espinosa, un tipo calvo como una bombilla y de complexión filiforme, estaba ese día más rabioso que de costumbre. Para él, Ana y yo éramos la pareja perfecta.

—No sabes cómo se comporta en casa, Alonso —traté de excusarme—. De cara a la gente es la mujer más cariñosa y buena del mundo, pero cuando nos quedamos solos...

—Eso no justifica que ahora estés buscando una amante por internet.

Me dieron ganas de agarrarle del pescuezo para que se callara. Mateo, el padre de Ana, estaba en el rincón de siempre, junto a la barra, con su odiosa copita de vino tinto y sus cortezas de cerdo con olor a pedo. Y Mateo —me negaba a llamarle suegro— podía escucharnos hablar y contárselo todo a su hija; tenía el oído de un jodido tísico.

—¿Quieres bajar la voz? —musité, fulminándole con la mirada. Después, más tranquilo, añadí—: No estoy buscando a ninguna amante.

—Permíteme que lo dude —me increpó Alonso, ceñudo—. Si estás en esa página... ¿Cómo la has llamado?

A.O.L. —respondí haciendo un mohín.

—Eso, A.O.L. —reanudó Alonso—. Si estás en esa dichosa página es porque vas buscando algo.

—Esa es la mejor definición —me burlé yo, pero estaba claro que mi ánimo estaba de lo más sombrío—. Algo es lo que busco, pero no tengo ni idea de lo que es.

—¿Y no has pensado tratar de encontrar ese algo en Ana? —propuso Alonso, mientras preparaba manzanilla con anís para un viejo tacaño llamado Muñoz. El estúpido carcamal esperaba tras la barra tamborileando los dedos sobre la barra, poniéndonos nerviosos a ambos. Era su costumbre.

Ya se sabe, todos los jubilados tienen siempre mucha prisa.

—Lo he intentado, pero ella no tiene nada que yo pueda querer ahora mismo. —Mis palabras sonaron duras incluso a mis oídos. Cuando Alonso me miró de reojo, pasmado, supe que me había excedido y me apresuré a añadir—: Lo que quiero decir es que...

—No hace falta que me expliques más —me cortó Alonso, evidentemente disgustado—. Ya tengo claro lo que te ocurre. Y quédate tranquilo —agregó en un susurro—, no voy a delatarte. No soy ningún chivato. Ya te darás cuenta tú solito de tu error.

Quise decirle algo, defender mi postura de alguna forma coherente, pero Alonso me dio la espalda y abandonó la barra con aire ofendido. No volvió a hablarme en toda la jornada.

Aquello me hizo pensar que quizá —y solo quizá— mi compañero de trabajo, a quien consideraba juicioso y prudente, tuviese razón.

Quizá yo, que buscaba algo inexistente, una fantasía, estuviera haciendo el ridículo después de todo.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora