91

121 12 0
                                    


—Para mí eres un misterio hecho mujer, Nazaret —confesé minutos después de que ella levantara los ojos y me mirara enternecida.

Su semblante reflejaba una curiosa mezcla de placidez y gravedad, como si la hubieran condenado a morir en la silla eléctrica y estuviera conforme con ello.

Cada vez me parecía más arcana, más incognoscible, más fascinante. Su ser al completo representaba un puzzle cuyas piezas yo estaba deseando encajar.

—No me creo más excepcional que nadie, si es a eso a lo que te refieres —me comentó Nazaret, con la mirada perdida en algún punto impreciso de la librería.

No supe cómo replicar a eso. ¿Con misterio me refería a excepcionalidad? Nazaret Alcázar había nacido del coño de su madre, como todo el mundo; tenía una familia, o eso suponía, además de gustos y manías muy humanos. No era ningún extraterrestre ni un ser celestial. Por tanto su excepcionalidad tenía un límite.

—Eres excepcional, de eso no tengo dudas —aseguré, intentando imprimirle seguridad a mi tono de voz—. Esto va a sonarte de lo más jactancioso, pero yo no me fijo en cualquier mujer. Llámame raro, esnob o lo que quieras. Lo doy por válido.

—No creo que seas ningún esnob —opinó Nazaret con toda la tranquilidad del mundo—, pero me sobreestimas.

—¿Eso te parece?

Nazaret apretó los labios y volvió a mirar al vacío. Sus reflexiones eran extrañas y fascinantes, un mundo solo conocido por Dios y por ella misma.

—Sophia Loren dijo una vez que la fantasía del hombre es la mejor arma de la mujer —expuso con la voz gutural, calma pero alerta—. No dejes que la fantasía empañe la realidad.

—¿Por qué me dices eso? ¿Te parece que te estoy idealizando?

Aquella vez los ojos de Nazaret relampaguearon como ascuas candentes. Su boca formó una indetectable mueca de orgullo, incluso de desdén. ¿Sonreía por alguna clase de satisfacción privada, o acaso estaba burlándose de mí?

—Dime que me equivoco y me disculparé.

Despegué los labios para decir que, en efecto, creía se equivocaba. Empezaba a sentirme verdaderamente desconcertado.

A pesar de las ganas, tuve que contenerme. Nazaret era la clase de mujer capaz de hacerte dudar hasta de tu propia cordura. Y aquélla no fue una excepción. ¿Cuántas veces había fantaseado con ella desde que la conocía? ¡Podían contarse por miles!

Y eso significaba, ni más ni menos, que estaba idealizando a Nazaret Alcázar.

—No, la verdad es que no te equivocas —confesé a duras penas—. De todos modos no es reprochable. Todos idealizamos a las personas de las que nos enamoramos.

—Y creo que la dolencia es más grave en los escritores —dijo Nazaret en tono burlón. Después, de manera más íntima, como meditando en voz alta, añadió—: Es inevitable cuando estás deseando vivir y ser feliz.

El alma me dio un respingo. Era como escucharme a mí mismo. Exactamente igual.

—Hablamos el mismo idioma, nena.     

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora