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—No —respondí, con una ceja en alto y la comisura del labio torcida hacia arriba, formando un mohín de asombro—, es verdad que no lo has hecho.

—Y nunca lo voy a hacer —aseveró Nazaret, con la vista fija en mi rostro—. Por mucho que me moleste, tienes una vida fuera de aquí, y no puedes abandonarla alegremente por un capricho.

Aquello me molestó sobremanera. Capricho. La palabra resultaba hiriente e inapropiada, una suerte de insulto que yo no estaba por la labor de aceptar.

—No eres ningún capricho.

—No he dicho que lo sea —dijo ella con toda la calma del mundo—, sino la situación en sí. Ambos necesitamos escapar de las vidas que llevamos, ¿no es así?

—Pero eso no convierte nuestras citas en caprichos —discrepé con vehemencia—. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien. Cuando estoy contigo se me olvidan todas las preocupaciones. En el trabajo incluso estoy menos amargado, más alegre. ¿Cómo podría deshacerme de ti precisamente ahora?

Nazaret sonrió con contenida satisfacción, como si en realidad hubiera estado deseando escuchar aquellas palabras. Mi Nazaret sabía utilizar magistralmente sus dotes de mujer para lograr lo que quería. Tenía artimañas muy eficaces.

Me dije que aquella habilidad suya, en el caso de ser usada para hacer daño, podía provocarle la ruina a cualquier hombre.

—Nunca te estaré lo suficientemente agradecido por todo lo que estás haciendo por mí.

—No estoy haciendo nada que no quiera hacer —me recalcó Nazaret mirándome con intensidad—. En el futuro no podría recriminarte que me obligaras a hacer lo que hago ahora. Si todo esto me llevara a sufrir en el futuro, no sería culpa tuya, sino enteramente mía. —Hizo un breve paréntesis para tomar aire—. Por tanto no se trata de ninguna proeza por mi parte. No me des las gracias.

A veces ocurre así en la vida: la mujer, sin preguntar antes, se sacrifica y sufre por y para el hombre; cuando el hombre no reacciona de la manera deseada, la mujer monta en cólera contra él, recriminándole su falta de consideración. La mujer se siente agraviada y el hombre queda como un desaprensivo.

Eso era lo que Ana tenía por costumbre hacer desde que yo la conocía: se sacrificaba sin consultarme, y después se cabreaba si yo no respondía como ella esperaba. El ingrato, según ella, era yo.

—Ojalá pudiera corresponderte del mismo modo —dije con aire pesaroso. Era cierto que deseaba poder hacer más por Nazaret, mucho más, pero mi matrimonio —o a lo mejor mi sentido de la responsabilidad— me tenía con las manos atadas—. Ojalá pudiera...

Nazaret me hizo callar colocándome los dedos sobre los labios. Después, sencillamente, me sonrió.

—Ya haces mucho. Hazme caso, haces mucho.

Y dicho aquello me besó.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora