49

155 14 0
                                    


Esa noche Ana volvió a salir con sus amigas, dos brujas amargadas cuyos maridos habían huido de ellas, sin duda hartos de abusos disfrazados de una supuesta igualdad entre sexos. Lo cual viene a significar la cosificación total del hombre y la divinización de la mujer.

Las amigas de Ana eran un par de feministas obsesionadas con sus vaginas, y despreciaban en secreto a la mayor parte de los hombres solo por el mero hecho de ser hombres. Para mí que el problema residía en la envidia.

No terminaba de comprender cómo podía mi mujer ser amiga de ambas, y sospechaba que tarde o temprano nos perjudicarían. Una mujer frustrada actúa por y para destruir las relaciones sentimentales de sus amigas, de eso no me cabe la menor duda.

Y ellas iban a hundir lo poco que quedaba de la nuestra.

De todas maneras, no me importaba lo más mínimo. Ana iba a dejarme en paz durante unas cuantas horas, y no pretendía invertirlas precisamente en dormir.

Mi intención era aclarar las cosas con Nazaret Alcázar.

Cuando Ana se marchó, a eso de las once de la noche, me sentí libre como un pájaro que de pronto escapa de su jaula. Lo primero que hice fue quedarme en cueros. La sensación de libertad que otorgaba la desnudez me hacía el mismo efecto que un pequeño chute de heroína.

Lo siguiente, enclaustrarme en mi estudio para hacer cosas no del todo éticas.

Aclarar las cosas con Nazaret también significaba darle a entender que yo era un hombre de carne y hueso. Era importante para mí que no me viera como un vicioso del sexo —básicamente porque no lo era—, pero tampoco como un santurrón incapaz de hacerse una paja por temor a ser pecado. Ella debía entenderme, como yo me esforzaba día a día por entenderla a ella. Solo entendiendo a los demás podemos respetarlos tal y como son.

Encendí el ordenador portátil y esperé un par de minutos a que se calentara lo suficiente.

Entonces conecté la cámara y me enfoqué, desnudo como vine al mundo. Me observé a mí mismo y me contemplé con atención. Pese a ser un hombre alto y bien formado, empezaba a criar una evidente panza cervecera. No poseía esa belleza praxiteliana que quizá le gustara a Nazaret. Ella no sobrepasaba los treinta años; sería una verdadera muñeca de mazapán. Una mujer para devorarla.

Aun así, me estiré todo lo que pude y volví a examinarme. No estaba tan mal, demonios.

Sonreí ligeramente, y de pronto sentí que el miembro se me endurecía al imaginar lo que Nazaret pensaría cuando me viese. Porque lo que yo quería era mostrarme tal y como era. Sin tapujos ni mojigaterías. Y que ocurriera lo que tuviese que ocurrir.

Cuando decidí que mi pose era la más adecuada sin ser grosera —una pizca de candidez, otra de picardía—, me hice una foto. Salía completamente desnudo, con el pene un poco erguido.

Tal vez ella no se percatase de mi excitación después de todo.

O tal vez sí.

Un providencial mensaje de Nazaret me indicó que ya había llegado la hora de los juegos.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora