—Me esperabas, ¿no es así? —pregunté, mientras cubría su rostro de besos y apretaba su cuerpo contra el mío—. Esperabas que yo viniera hoy.
—Siempre te estoy esperando —dijo Nazaret, devolviéndome con creces las caricias y los mimos—, porque sé que nunca vas a dejar de venir.
—El día que deje de hacerlo estaré muerto.
Nazaret me contempló largamente, pensativa; algo debió encontrar en mi rostro cuando sus ojos se enturbiaron por las lágrimas. No podía creérmelo. ¡Lloraba!
No fue necesario preguntar el porqué. Sonreí, complacido y maravillado a la vez. Me incliné y recogí con la lengua las lágrimas que resbalaban por sus mejillas, paladeando su sabor salado como si se tratara de maná caído del cielo.
Ella tomó entonces las riendas de la situación. Yo, sencillamente, me dejé hacer.
Rodeó mi cuello con sus brazos y poseyó mis labios con un anhelo instintivo, irracional. Su lengua y la mía juguetearon como locas. Su respiración se volvió jadeante, y a mí el corazón se me colgó del gaznate.
Mi miembro, duro y tieso como un ariete, demandaba con urgencia una liberación.
Cuando volví a mirarla me dieron ganas de llorar también a mí. Todo su ser pedía a gritos mis atenciones, como mi propio ser pedía las suyas. Nos necesitábamos para vivir, y lo sabíamos. «Te necesito, Nazaret —pensé, al tiempo que ella me guiaba por el pasillo en dirección a su dormitorio, entre besos y arrumacos—. Te necesito a mi lado. Como sea.»
Entramos en la habitación a trompicones, enredados el uno en el otro como un perfecto Yin Yang. Después caímos sobre el mullido edredón marfileño de la cama, como si una fuerza ajena a nosotros nos hubiera empujado a hacerlo. Para entonces ya estábamos desnudos.
Terminé de quitarme los calzoncillos en tanto que ella se daba la vuelta y se colocaba a cuatro patas, maravillosamente expuesta, mojada y caliente para mi deleite.
Acaricié y besé sus redondas nalgas como un gourmet que disfruta de su manjar favorito. Ella giró la cabeza y me miró con una sonrisa traviesa en los labios.
Me arrodillé entre sus piernas y rocé sus labios vaginales con la punta del miembro. Al oír su jadeo, entrecortado y débil, no pude controlarme por más tiempo y la penetré de golpe.
De un solo empujón, mi polla estuvo en su húmedo interior.
La respiración fatigosa de Nazaret se convirtió en un gemido muy próximo a un grito. Alcé la cara y, cerrando los ojos, emití un gruñido de puro placer.
Agarré con fuerza sus caderas, azoté sus posaderas una y otra vez hasta enrojecérselas y recorrí con las yemas de los dedos las curvas de su espalda.
Todo era poco para mí. Quería más de ella. Mucho más.
Mis embestidas se volvieron cadenciosas y violentas, mientras Nazaret arqueaba la espalda y se retorcía a merced de su propio éxtasis carnal.
El orgasmo estaba peligrosamente cerca. Cuando Nazaret chilló larga, obscenamente, supe que se había corrido.
Yo salí de ella a toda velocidad y, exhalando un alarido animal, me corrí sobre ella, salpicando de semen su precioso trasero.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...