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En ocasiones, lo único que necesitamos para poner en orden nuestros asuntos pendientes, para perder los miedos, para recuperar la seguridad en nosotros mismos, es un pequeño empujón, el revulsivo justo.

La noticia de la afección de Nazaret Alcázar resultó ser para mí ese revulsivo del que carecía.

Aquellos soleados días de principios de invierno por fin tomé la determinación de decirle la verdad a Ana; si era cierto que la iba a abandonar, al menos debía entender bien el porqué.

Lo que no sabía era cómo podría hacerlo sin provocar una reacción exageradamente dramática. Estaba seguro de que lloraría, gimotearía, me llamaría hijo de puta y después me suplicaría perdón cayendo de hinojos a mis pies.

Ésa sería la secuencia. ¿Y qué cuernos haría yo después?

Tenía la cabeza tan llena de pensamientos tortuosos y el corazón tan desbordado de emociones que me resultaba muy difícil actuar con normalidad. Ana tenía razón: yo no estaba como siempre porque no podía estarlo.

Dormía mal por las noches. Al despertar me sentía exhausto, casi maltrecho, como si alguien me hubiera propinado una paliza.

Iba a trabajar arrastrándome como un gusano, apenas escuchaba las tonterías que rebuznaba Mateo y al final de cada jornada de trabajo no me quedaban más fuerzas que para dejarme caer en el sofá del salón como un muñeco desmadejado.

A mediados de diciembre cayó una copiosa nevada que dejó las carreteras prácticamente inutilizables. Las quitanieves hacían lo posible por restablecer la normalidad en el tráfico diario, pero para mí no era suficiente; todo mi afán era regresar a la casa de Nazaret Alcázar, a sus brazos, a sus besos, a su cuerpo, a su alma.

Necesitaba volver a su vida, a nuestro paraíso.

Y para eso tendría que deshacerme de mi mujer, al menos durante unas horas. Si era preciso, me arriesgaría a tener un accidente con el coche por culpa de la nieve.

—¿Es tan necesario que tengas que ir precisamente ahora? —preguntó Ana en tono lastimero, mientras yo me colocaba el grueso abrigo de pana ocre y trataba de no hacerme un lío con el extremo de la bufanda.

—El editor me ha citado hoy a las once en su casa —me inventé de malas formas.

—¡Si está granizando!

La miré con hastío. Mi mujer era toda una experta en el arte de la exageración: si nevaba, para ella caía granizo; si hacía calor, para ella caía plomo derretido del cielo; si había unas migas de pan sobre la mesa, para ella yo era un auténtico puerco; si yo estaba raro, para ella escondía un secreto terrorífico.

—Tengo que ir —zanjé.

Antes de que mi mujer pudiera replicar, yo me escabullí por la puerta y me aproximé al coche, caminando torpemente sobre la nieve recién caída.

De nuevo estaba huyendo de mi vida, pero Ana, para mi alivio, no intentó detenerme.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora