Quizá fuera un producto de la excitación del momento, pero lo cierto es que entre las piernas de Nazaret creía haber encontrado un verdadero paraíso. Nuestros cuerpos parecían diseñados el uno para el otro mientras nos movíamos a un compás rápido, armónico, indescriptiblemente perfecto.
Nos íbamos acercando mutuamente al orgasmo, y los sabíamos. Fijé la mirada en su rostro. Su semblante era la pura imagen del placer sexual. Era el rostro de una mujer poderosa, en la cama y en la vida real, una mujer liberada, dueña de su cuerpo y consciente de lo que podía conseguir. Sabía cómo enloquecer a cualquier hombre. Y si alguno se resistía, no tenía más que juguetear con él a su mismo nivel. Para Nazaret debía ser tan sencillo seducir a un hombre como cepillarse el pelo por las mañanas.
Aunque, pensándolo mejor, tal vez su espesa e indomable cabellera no fuese tan fácil de peinar, después de todo.
Si te sientes morir, el alma rota,
chiquillo a quien yo quiero, pide,
aguarda el valimiento de esta Nazarena.
Los proféticos versos de Bartolomé Mostaza acudieron a mi memoria como atraídos por un imán. Nazaret, mi Nazarena. Siempre se había tratado de ella, y también de mí. Yo había tenido el alma rota y había vuelto a la vida. Había recompuesto mis pedazos.
El jodido amor puede hacer milagros en el corazón de las personas. Era posible que Nazaret aún no estuviera enamorada de mí, pero eso no me importaba; no tenía prisa. Tarde o temprano su corazón me pertenecería, como el mío ya le pertenecía a ella.
Allí, delante de la ventana y sacudidos los muros de aquella casa por una monumental tormenta de otoño, me prometí a mí mismo que a lo largo del tiempo avivaría la flama del amor en el alma de Nazaret Alcázar. No sabía cuánto tardaría en lograrlo, pero una cosa estaba clara: lo lograría. Tarde o temprano lo lograría.
Aquel pensamiento me llevó irremediablemente a alcanzar un orgasmo como nunca antes lo había alcanzado con Ana.
Al comienzo de nuestra relación, el sexo con mi esposa era increíble; no obstante, en los últimos meses había pasado a convertirse en algo aburrido y monótono, una rutina en la que ya no había ninguna magia. Ana se esforzaba en complacerme de mil maneras, pero incluso ella se resentía.
Sin embargo, el sexo con Nazaret era alucinante, la cosa más maravillosa que había experimentado en los últimos años. Entrar en ella, penetrarla y sumirse en su húmedo interior era semejante a perderse en un Edén hasta entonces desconocido, un Edén que había pasado inadvertido a mis ojos. ¿Cómo iba yo a saber que la enigmática mujer de los libros iba a conseguir llegarme tan dentro? ¡Ni siquiera me había imaginado que un simple perfil en una web de contactos me iba a llevar a aquella casa, con aquella chica, en aquel mismo momento!
Me aparté de ella justo a tiempo. El semen se derramó violentamente sobre sus muslos. Yo gemí; ella gritó. Su orgasmo fue brutal, pude sentirlo. Nazaret se corrió conmigo. ¡Se corrió por mí!
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...