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Ya parecía una mala costumbre del tiempo recibirme en la casa de Nazaret con una lluvia torrencial, un granizo apocalíptico o una nevada digna de Siberia. Mi pobre coche sufría las consecuencias resbalando en el lodo del camino o recibiendo sobre sí los aguijonazos de lo que cayera del cielo en ese momento.

Y yo, tarde o temprano, caería irremediablemente enfermo.

De todas maneras me importaba poco. Todo mi afán consistía en llegar a nuestro paraíso.

El trayecto desde mi casa, o al menos desde el lugar que lo había sido hasta hacía no mucho, se me hizo insoportablemente largo, casi eterno.

Los estúpidos nervios me devoraban por dentro como agresivos parásitos estomacales. Cuando salí del coche percibí que la mitad del cuerpo se me había entumecido.

Salí del coche con las rodillas contraídas y un punzante dolor en la curcusilla. Me dio la risa floja al pensar que Nazaret tendría que recibirme doblado como un carcamal.

El diluvio me dejó calado hasta el mismo tuétano en cuestión de segundos. El frío invernal me acribilló la carne. Estaba deseando llegar al interior de la casa para refugiarme en el delicioso calor de Nazaret Alcázar.

Mientras me dirigía a zancadas a la puerta me resultó imposible no fantasear con ella. Estaría en el invernadero, regando las plantas o trabajando en alguna de sus historias, sentada ante su magnífico escritorio y con la imaginación muy lejos de allí. O tal vez no tan lejos, después de todo. Tendría puesta una magnífica música, Ella Fitzgerald, Glenn Miller, o incluso Julianna Barwick si la imaginaba, como en muchas ocasiones, rodeada de una luz celestial.

Sin embargo, antes de liarme a aporrear la puerta se me ocurrió dar la vuelta por el lateral de la casa y tratar de verla a través de uno de los postigos del invernadero.

La idea de encontrarla allí dentro, escribiendo entre trastos polvorientos y flores, me llenaba de una curiosa sensación de plenitud. Ningún hombre era tan afortunado como yo. Ningún hombre sabía realmente cómo era Nazaret Alcázar, excepto yo. Y ningún hombre, esperaba, podía complacerla tal y como lo hacía yo.

Chapoteé por el fango como un jodido pato mareado y giré por la esquina de la casa. Me aproximé entonces al invernadero, esquivando los macizos de boj y procurando no caerme. Como yo pensaba, Nazaret tenía abiertos varios postigos para que entrara el frescor de la lluvia de diciembre.

No lo dudé ni un instante: me acerqué al primero de ellos y me puse de puntillas para escudriñar el interior. Mis ojos necesitaron adaptarse a la ligera penumbra que reinaba allí.

Localicé pronto los bártulos viejos, el escritorio, las plantas.

Y luego la localicé a ella. 

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora