Me quedé mirando la diminuta pantalla del móvil con la ansiedad de un drogadicto sin su dosis de heroína. No sabía cómo se lo tomaría Nazaret cuando leyera mi mensaje, y el temor me atenazaba las tripas.
Ni siquiera me había acordado de darle las gracias por proporcionarme el número de teléfono de aquel hombre que podría abrirme las puertas al mundo editorial.
La dueña de la Librería Minerva había dicho que eran amigos. ¿En qué términos lo serían realmente? ¿También él sería un amante virtual? ¿O solo se trataba de una simple amistad?
«No —pensé de inmediato, mientras me mordisqueaba los padrastros del pulgar hasta hacerme sangre—. Con Nazaret nadie puede tener una simple amistad.»
A pesar de la congoja esbocé una sonrisa encandilada. Nazaret Alcázar era un poco anodina, pero solo de primeras; después, cualquier hombre con un par de ojos caía rendido a sus pies. A mí me había ocurrido, de modo que a otros podía ocurrirles de la misma manera. ¿Cuántos hombres estarían enamorados de ella? Igual decenas.
El estómago me brincó de repente, los nervios disparados y el corazón a punto de hacerse pedazos. Nazaret se había conectado al chat de AOLine y acababa de leer el mensaje que yo le había mandado. Leído.
En aquellos momentos deseé con verdadera desesperación ser un poco más creyente para poder rezar alguna oración sin que cayera en saco roto. Se supone que Dios escucha y ayuda más a sus hijos que a los ateos, ¿no es así?
Escribiendo. Apreté la mandíbula y me concentré en recordar cómo coño empezaba el Padrenuestro. «Por favor, Dios, o como te llames: no me la arrebates. No la apartes de mi vida. La necesito. ¡No me la quites!»
—Cariño —escuché que me decía Ana desde el otro lado de la puerta—, ¿puedo entrar?
No respondí nada. Mis ojos estaban puestos en aquella parpadeante palabra, escribiendo. El resto del mundo me importaba una mierda. «No, no puedes entrar.»
Cada segundo que transcurría era una tortura, una agonía. Escribiendo. Nazaret parecía tener muchas cosas que decirme.
Como era lo usual, Ana no respetó la intimidad que me proporcionaba mi estudio. Abrió la puerta y se acercó a mí pasando por alto que estaba invadiendo mi espacio vital.
—Lo siento mucho, cielo —me dijo, marrullera. Aquel truco también me era muy conocido: cada vez que peleábamos y ella sabía que se propasaba, después trataba de hacerse perdonar con mimos y lisonjas.
Levanté los ojos y puse la peor cara de odio que sabía esbozar. Ana no pareció percatarse de que allí me estorbaba.
—¿Te importa marcharte? —escupí.
—¿Estás echándome? —preguntó Ana, de pronto atónita.
—Necesito que te vayas.
—¡Vengo a disculparme! ¡Y tú me echas!
No podía tolerar los gritos de Ana, y menos dentro de mi estudio. Ya era lo bastante claustrofóbico y agobiante como para añadirle sus malditos alaridos.
—¡Vete! —vociferé, empujándola fuera y cerrando con llave la puerta del estudio.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...