Nazaret no llevaba en aquella casa más que un mes; sin embargo, nada más entrar me di cuenta de que ella ya la había hecho suya. Aún había algunas cajas de cartón medio llenas de cachivaches, tiradas por el suelo y sobre los muebles, además de algunos plásticos de embalar, pero la mayor parte de las cosas de Nazaret ya estaban colocadas.
—¿Has venido para quedarte? —quise saber adoptando un tono anodino. Trataba de encontrar un tema de conversación con el que conectar con Nazaret.
Ella me llevó por un amplio vestíbulo hasta una cocina grande y vetusta, con los muebles de madera negruzca y las paredes pintadas de amarillo intenso. Había cacharros de cobre y un horno centenario. A través de la ventana del fondo, de cristales emplomados, podía verse un campo verde bañado por la lluvia.
—Ésa es mi intención —contestó Nazaret con voz serena, casi impersonal.
—¿De dónde eres?
—Del norte —me respondió secamente.
—¿De qué norte? —insistí, en un tono pícaro que evidenciaba mi ánimo. Me sentía travieso, juguetón.
—¿Has venido aquí para perdonarme, o solo para hablar de tonterías? —me atacó de pronto, lanzándome una mirada con la que podría haber apagado las llamas del mismísimo infierno.
—No quiero tus disculpas —respondí con chulería—. No sirven de nada cuando el mal ya está hecho.
—En ese caso te recomendaría que te marchases.
Y me lo decía tan tranquila, como si hablara del parte meteorológico o de lo que pondría de aperitivo con las cervezas. Me decía a las claras que me largase de su casa, que allí estaba estorbando. ¿Tan poca estima me tenía?
—¿De verdad quieres que me marche? —pregunté, luchando por mantener a raya la indignación.
—No, pero si no has venido a oír mis disculpas ignoro tus propósitos —comentó ella, mientras sacaba dos latas de cerveza del frigorífico y ponía en mi mano una de ellas. Su desparpajo me impresionaba sobremanera.
—No me importa que me hayas estado engañando —dije, observando cómo Nazaret abría su cerveza y le daba un trago largo y un poco lascivo. Sentí un leve cosquilleo en la entrepierna que instintivamente me apresuré a sofocar—. Lo único que quería era conocerte, saber más de ti.
—Eso podrías haberlo hecho más adelante, sin necesidad de que vinieras hoy.
—¿Me lo habrías permitido? —contraataqué.
Ella guardó silencio durante un instante, sonriéndome con aquella expresión entre candorosa y traviesa que parecía caracterizarla. Supe que la tenía en el bolsillo, y para mis adentros solté un resoplido de alivio. ¡Oh, Nazaret!
—Seguramente no —comentó, dándole después otro trago seductor a la cerveza—, pero ¿quién sabe?
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...