Ni Ella Fitzgerald, ni Glenn Miller, ni Julianna Barwick; lo que sonaba en aquel momento era El Moldava, de Bedrich Smetana. Resulta curioso: el músico ya estaba sordo como una tapia cuando compuso esta pieza.
A menudo necesitamos quedarnos sordos, ciegos o incluso morir para despertar a un mundo nuevo. Aquella música, de grandiosa cadencia y colorida melodía, era la prueba de ello.
Voltaire dijo en una ocasión que la belleza complacía los ojos, pero que la dulzura encadenaba el alma. En esos instantes, belleza y dulzura se encarnaban en la figura de Nazaret Alcázar con una armonía como jamás había visto en mi vida.
Si bien no debía hacer calor dentro del vetusto invernadero, Nazaret iba tan solo vestida con una blusa amplia de reflejos nacarinos, a través de cuya tela se perfilaban las exquisitas curvas de su cuerpo. Sus largas y rosáceas piernas, desnudas; sus delicados pies, descalzos y sigilosos; sus oscuros cabellos, revueltos y salvajes sobre sus hombros y su espalda.
Con los ojos cerrados y la boca entreabierta, Nazaret bailaba al son de El Moldava, deslizándose como una telaraña al viento, ingrávida y celestial.
Se me desencajó la mandíbula nada más verla. En derredor suyo todo parecía avejentado y decrépito, y sin embargo ella brillaba con luz propia.
De haberse dado el caso, habría pagado una verdadera fortuna solo por haber presenciado aquello, pero ignoraba si esa certeza me alegraba o me entristecía.
No sabía bien cuáles eran mis emociones, y eso me descolocaba.
Se me escapó una lágrima sin que lograra evitarlo. Estaba eufórico, apenado, rabioso, enternecido. Estaba, en una palabra, enamorado.
¿Cómo podía un hombre como yo preferir a la mujer que tenía en casa, cuando aquella otra, apenas vestida, apenas maculada, insinuaba placeres tan increíbles?
—Nazaret —murmuré, incapaz de contener la lengua.
Para mi asombro, ella me escuchó de inmediato; sin sobresaltarse, como si ya supiera que yo me encontraba allí, espiándola como un vulgar voyeur, se volvió hacia mí y me miró directamente a los ojos. Su candorosa sonrisa hizo que mis huesos se convirtieran en agua.
Y mientras tanto los acordes de El Moldava continuaban sonando como un torrente desbordado. ¡Cuánta belleza encerrada en un mismo lugar!
—Entra —me propuso, prácticamente ronroneando.
Me estaba esperando, ahora lo sabía. Cada vez tenía más claro que Nazaret Alcázar era una especie de hechicera que adivinaba el presente y el futuro, que tenía poderes mágicos y que me había echado un sortilegio de amor.
Y ya nunca me podría librar de él.
Ni siquiera di la vuelta para entrar por la puerta principal. Me deslicé al interior del invernadero a través del postigo abierto y corrí como un loco para reunirme con Nazaret.
ESTÁS LEYENDO
Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...