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Y de repente, por arte de birlibirloque, me descubrí a mí mismo desnudo ante una Nazaret también desnuda. Resultaba impactante la manera en que desaparecían nuestras ropas cuando el deseo guiaba nuestros actos.

Contemplé maravillado la venusta figura de Nazaret. Tenía las carnes rosadas, suaves, hechas para el deleite sensual y sexual; su indomable cabellera rizada caía como un torrente de azabache sobre sus hombros, y sus pechos, redondos y tersos, parecían invitar a las caricias y a los besos. Su pubis, deliciosamente rasurado, estaba ya húmedo de excitación.

Dios mío, Nazaret era una ninfa sacada de un mundo irreal, una criatura mágica capaz de realizar auténticos prodigios sin mover un maldito dedo.

Yo estaba ya medio loco de deseo solo de observarla.

Y lo más asombroso era que ella también se deleitaba mirándome a mí. Sus ojos me recorrían el cuerpo de arriba abajo, fulgurando de ansia; su boca entreabierta insinuaba un gesto de pura lascivia, y su pecho se agitaba a merced de una respiración tumultuosa.

Lo cierto es que nunca la había visto en semejante estado, a un tiempo nerviosa, excitada y enternecida. Por fin éramos libres, y eso parecía perturbar su plácida naturaleza.

En aquel momento recordé —no sé muy bien cómo, ya que mi cerebro se negaba a funcionar a su ritmo habitual— una cita de Hemingway que decía: «Eres tan valiente y tranquila, que en ocasiones olvido que sufres.»

Así me encontraba yo, tan absorto admirando a Nazaret que olvidaba algo esencial: ella era de carne y hueso. El cielo de tan breves días podía desaparecer en un instante.

—Nazaret —mascullé, con mis manos puestas en sus caderas.

—¿Qué?

—No tengo ni idea de cómo expresar todo lo que siento ahora mismo.

Nazaret clavó sus profundos ojos en los míos como si tratara de averiguar mis pensamientos.

—¿Qué te dice el corazón? —me preguntó con voz cálida, aterciopelada.

«El corazón —pensé, emitiendo un suspiro—. ¡Ay, el corazón!»

—Me dice que no tenga ningún miedo.

—Entonces ¿cuál es el problema? ¿A qué le tienes tanto miedo?

—A despertar del ensueño y encontrarme con la jodida realidad de todos los días. —Bajé los ojos avergonzado—. No quiero decir nada de lo que pueda arrepentirme, ni por supuesto hacer el ridículo.

—Esas barreras te las pones tú solito —comentó Nazaret con toda tranquilidad—. Nunca ha sido mi intención cercenar tu libertad. Haz caso de lo que te diga el corazón: no tengas miedo.

La vorágine de emociones que se esparcía por todos los rincones de mi alma era tan caótica que no conseguía reaccionar. La vida me reclamaba a gritos, y yo estaba aprendiendo a tomar aire de nuevo. Atrás dejaba la amarga caverna de Platón para renacer a un mundo nuevo, un mundo lleno de luz y esperanza.

—Te amo, Nazaret —fue todo lo que dije—. Te amo.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora