Me quedé tieso y aturdido como un zombi en mitad de uno de los pasillos del hospital. Llevaron a Nazaret a una zona privada y una vez allí le perdí la pista.
Durante aquellos agónicos momentos recé todas las oraciones que recordaba haber aprendido de pequeño, hasta que pasada una media hora me acordé de Miguel Calasanz. Él tenía que estar enterado de lo que ocurría, de modo que cogí el teléfono móvil y, haciendo un esfuerzo por serenarme, le llamé.
Se encontraba, naturalmente, impartiendo clase en la facultad; sin embargo, en cuanto le conté lo sucedido me aseguró que se presentaría en el hospital tan pronto como diera el aviso a la dirección de que se iba por un asunto de extrema gravedad.
Fue dicho y hecho. El profesor Calasanz apareció por allí diez minutos después, supuse que tras haber conducido por la carretera como un loco. Cuando llegó tenía la cara desencajada y un sudor frío perlaba su piel. Jadeaba exhausto y se retorcía sus largas manos de filósofo como si quisiera quitarse de encima alguna clase de suciedad invisible.
—Muchacho... —masculló, casi sin aliento, aproximándose a mí a zancadas. Me estrechó la mano con su usual afabilidad y preguntó—: ¿Cómo está?
—¿Cómo estaría usted? —dije yo, tragando saliva con cierta dificultad—. Se me come la desesperación, profesor.
—¿Se sabe algo?
—No, nada.
El profesor Calasanz clavó sus bondadosos ojos en las puertas dobles por las que había entrado Nazaret en la camilla, y sin que pudiera evitarlo meneó afectadamente la cabeza.
—Demasiado pronto —dijo en voz baja, como para sí—. Demasiado rápido.
—¿Qué quiere decir? —inquirí, con una mezcolanza de desolación e inquietud.
El hombre me contempló sin perturbarse, como si hubiera estado esperando aquel momento.
—Ella no se lo dijo, pero pensaba hacerlo.
—¿Decirme qué?
Él hizo una pausa retórica, tal vez para poner en orden sus pensamientos, o tal vez con la intención de darme tiempo a mí a prepararme para lo que debía escuchar.
—Los resultados de las últimas pruebas que Nazaret se hizo fueron desastrosos. La habían citado con carácter urgente para someterse a un tratamiento que la ayudara a... —Se detuvo un segundo, la voz trémula y el gesto angustiado—. En fin, ya sabe.
—¿Y por qué no me lo dijo inmediatamente? ¡No tendría que habérselo callado!
—Me dijo que pensaba hacerlo hoy mismo —respondió el profesor—. Le llegó la carta ayer al mediodía. No te enfades con ella —me pidió, tuteándome por vez primera—. Estaba tan preocupada por lo que había sucedido con tu mujer que quiso esperar. No había nada de malo en ello, pero ya ves. No ha dado tiempo.
Quise decir algo más, alguna burrada que me permitiera desahogarme, pero entonces un médico joven vestido con una impoluta bata blanca salió por la puerta doble. Me callé y aguanté la respiración.
La cara del chico lo decía todo.
ESTÁS LEYENDO
Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...