—No sabía que te interesara la literatura italiana de los años cincuenta —comentó Ana, con la mirada fija, pero indolente, en la portada del libro que yo había llevado conmigo.
Nazaret me lo había prestado de manera temporal para que mi mujer creyera que, en efecto, mi visita a la Librería Minerva había sido puramente intelectual, y no sentimental; Ana no podía enterarse jamás de lo que había ocurrido realmente.
—Y no me interesa —dije, preparándome mientras tanto un café bien cargado; sabía que esa noche no dormiría demasiado bien tomara cafeína o no, de modo que decidí darme un pequeño capricho—, pero me ha gustado la sinopsis. Puede resultar interesante.
Cuando terminé en la cocina apagué la luz, llevándome el café conmigo. Llegué al salón, donde Ana me esperaba; no tenía muy buena cara, ciertamente. Se apretaba el abultado vientre con una mano y la piel le amarilleaba alrededor de los ojos. Parecía un prototipo de cadáver.
—Sí, tal vez esté bien —musitó mi mujer, entrecerrando los ojos en una mueca de dolor y dejando el libro sobre la mesita baja que había ante el sofá. Se recostó como pudo, lentamente, apretando la boca.
Sentí en las entrañas un aguijonazo de conmiseración. Ana había salido de fiesta con sus amigas, había bebido más de la cuenta y la úlcera de duodeno —que se había convertido en una especie de timbre de alarma— había puesto el grito en el cielo ante semejante atropello.
Y mientras tanto yo había ido a restregarme con el verdadero amor de mi vida.
Un poderoso sentimiento de culpa me atizó con fuerza. Ana y yo discutíamos y nos enfrentábamos por tonterías, pero no se merecía lo que yo estaba haciendo a sus espaldas.
—¿Y tú? —pregunté, como quien no quiere la cosa—. ¿Te has divertido con tus amigas?
Ana me miró parpadeando, como si por un desconcertante momento no supiera de qué le estaba hablando. Luego pareció relajarse al comprender.
—Sí, al menos hasta que la puñetera úlcera ha empezado a molestarme.
—¿No te has tomado la medicación que te recetó Cabreiro?
Mi mujer volvió a mirarme, pero esta vez como si la hubiera agraviado de alguna forma.
—No soy una niña pequeña —protestó—. Claro que me la he tomado, pero a veces no funciona.
La expresión que compuse era de considerable extrañeza.
—¿A veces no? ¿Por qué?
—No lo sé —ronroneó Ana, acurrucándose a mi lado como la niña pequeña que yo sabía que era en realidad. Una niña pequeña, quejicosa e inconstante, no necesariamente en ese orden—. No tendría que haber salido con las chicas. Debí quedarme contigo, o mejor, debimos haber ido juntos a esa librería del centro.
La observé de reojo mientras ella cerraba los ojos y trataba de conciliar el sueño. Estaba exhausta, pero por el momento no vomitaría debido al exceso de alcohol.
Cuando noté que su respiración se volvía plácida, cogí el libro de la mesita y lo abrí aleatoriamente.
El párrafo que mis ojos leyeron me llenó de un extraño sentimiento mezcla de tristeza y agrado:
Comprendí que en ella luchaban dos sentimientos opuestos: su amor por mí y su afición a la vida cómoda. Me dio pena. Hubiera preferido que hubiese tenido la fuerza de sacrificar decididamente uno de esos dos sentimientos: o todo amor, o todo interés. Pero esto ocurre muy raras veces, y nos pasamos la vida anulando los efectos de nuestras virtudes con los de nuestros vicios.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...