Me sentía tan estragado de emociones que no sabía cómo comportarme con Ana. La verdad es que no me soportaba a mí mismo. Lo que más deseaba en el mundo era olvidarme de quién era, convertirme en un hombre distinto, un hombre nuevo, sin pasado ni presente, sin cadenas ni responsabilidades no deseadas.
Yo quería volver a ser el Lázaro Montoya que revivía cuando se encontraba en brazos de Nazaret Alcázar.
Ana vino a recibirme a toda prisa cuando volví a casa. A fin de cuentas me había ido hacía horas sin decir adiós.
Se retorcía nerviosamente las manos. Su semblante era de pura congoja.
—¿Adónde has ido? Me he quedado muy preocupada.
La miré con un leve pero palpable desprecio. Había comprendido su jugada a la primera; no podía sentir hacia ella sino una honda aversión.
Se había quedado embarazada solo para retenerme a su lado, para esclavizarme, para tenerme sometido. No me creía que hubiese sido un accidente. Con mi mujer nunca nada era casual. ¿Podía haber algo más ruin?
—He ido a la librería.
—¿La del centro?
—Sí.
—¿Para qué? —preguntó Ana, con una mezcla de miedo e inquina—. Todavía tienes algunos libros por leer. Los míos, por ejemplo.
—No he ido a comprar nada —gruñí, mostrándole mis manos vacías.
—Entonces ¿a qué has ido?
—Tenía que recoger una cosa.
Ana despegó los labios para preguntar otra cosa, pero yo no la dejé. Alzando la mano en un gesto autoritario, hice que se callara y que se apartase unos pasos de mí.
—Una cosa importante para mi futuro, Ana.
Ella apretó la boca, disgustada. Sus ojos se enrojecieron de golpe. Estaba al borde del llanto.
—Es mentira lo de ese editor, ¿verdad? —barbotó, sollozando como una histérica—. No estás quedando con ninguno. Me estás engañando. Lo sé.
Hasta los cojones. Mi mujer me tenía hasta los mismos cojones.
Quise defenderme soltando alguna barbaridad, pero en el último momento me entró tal pereza que decidí no hacerlo. ¿De qué podía servir? Ana no creería nada de lo que yo dijese, y por mi parte malgastaría mis escasas fuerzas en una pelea de la que sería claramente el perdedor.
No estaba dispuesto a perder el tiempo de una forma tan tonta.
Sin decir una sola palabra y mirando a Ana como si fuera una alimaña, me llevé la mano al bolsillo del pantalón y saqué el papel que la dueña de la librería me había dado de parte de Nazaret Alcázar, ese mismo papel que, con un poco de suerte, podría llevarme al Olimpo de los escritores.
Sentí un súbito acceso de horronía. No me hacía ninguna gracia que mi mujer tocara aquel papelito, pero si quería que se callase, sin duda aquella era la mejor manera de lograrlo.
—¿Qué es eso?
—Lo que he ido a buscar —mascullé con desgana—. Léelo y déjame en paz.
Aún llorando, Ana lo cogió y lo leyó en silencio.
Cuando levantó de nuevo los ojos parecía pasmada.
Antes de que pudiera decir alguna de sus inconveniencias, le arrebaté el papel de la mano y me dirigí a mi estudio de cabeza.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...